sábado, 23 de junio de 2012

CAPÍTULO 23. LOS VECINOS IMPARES. IV Un otoño alemán.

Clementina llegó al recinto vallado con su explanada delantera de cemento donde se ubicaba la biblioteca pública. Una hilera de decenas de “U” invertidas esperaban pacientemente desde hacía años a usuarios en bicicleta, mientras ya caía el sol, seguro que la formación de vocales cabeza abajo, pensaba: “nada, hoy tampoco”. El edificio era tan moderno y acristalado, que para acceder a la sala de lectura y los pasillos de libros, había que subir una sería de rampas que crujían en algunos tramos. Dado que era viernes por la tarde y el curso académico no había hecho nada más que empezar, en la sala de lectura había pocas sillas ocupadas: algún jubilado que pasaba la tarde hojeando grandes volúmenes de arte o geografía intentando, tal vez, ubicar la historia y localización de su pueblo natal, y algún estudiante de segundo curso de biología al que todavía le duraban los buenos propósitos que se había fijado para el nuevo año académico. A los jubilados, los bibliotecarios no les dejaban que, una vez consultado un volumen, lo quisieran volver a poner con su mejor voluntad en la estantería de donde lo habían cogido; así que les recordaban siempre que los dejaran en los carros que había repartidos por la sala, porque nunca los volvían a poner en su sitio exacto. A pesar de que había unos cuantos ordenadores en los que se podía localizar exactamente el pasillo y estante donde estaba cada libro de la biblioteca, Clementina prefería siempre abrir los estrechos y largos cajones de los archivadores de madera e ir pasando una a una las fichas, en este caso las correspondientes al cajón “TÍTULOS O-P”. Y allí dio con un nombre: DAGERMAN, Stig, la pista definitiva.

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