Clementina llegó al recinto vallado con su explanada delantera de cemento donde se ubicaba la biblioteca pública. Una hilera de decenas de “U” invertidas esperaban pacientemente desde hacía años a usuarios en bicicleta, mientras ya caía el sol, seguro que la formación de vocales cabeza abajo, pensaba: “nada, hoy tampoco”.
El edificio era tan moderno y acristalado, que para acceder a la sala de lectura y los pasillos de libros, había que subir una sería de rampas que crujían en algunos tramos.
Dado que era viernes por la tarde y el curso académico no había hecho nada más que empezar, en la sala de lectura había pocas sillas ocupadas: algún jubilado que pasaba la tarde hojeando grandes volúmenes de arte o geografía intentando, tal vez, ubicar la historia y localización de su pueblo natal, y algún estudiante de segundo curso de biología al que todavía le duraban los buenos propósitos que se había fijado para el nuevo año académico. A los jubilados, los bibliotecarios no les dejaban que, una vez consultado un volumen, lo quisieran volver a poner con su mejor voluntad en la estantería de donde lo habían cogido; así que les recordaban siempre que los dejaran en los carros que había repartidos por la sala, porque nunca los volvían a poner en su sitio exacto.
A pesar de que había unos cuantos ordenadores en los que se podía localizar exactamente el pasillo y estante donde estaba cada libro de la biblioteca, Clementina prefería siempre abrir los estrechos y largos cajones de los archivadores de madera e ir pasando una a una las fichas, en este caso las correspondientes al cajón “TÍTULOS O-P”. Y allí dio con un nombre: DAGERMAN, Stig, la pista definitiva.
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