martes, 3 de julio de 2012

CAPÍTULO 24. LOS VECINOS IMPARES. VIII Los colores de Leo.

Aquel sábado de mediados de octubre el día se levantó oscuro. En la calle todo habría estado inmóvil si no hubiera sido por un ligero aire que movía pausadamente las ramas de los árboles, ésa era toda la actividad; apenas algún coche y poco autobuses intentaban reanimar la avenida. No eran todavía las ocho de la mañana cuando la señora Clara introducía la llave en la cerradura de la puerta trasera del bar. Pero, extrañamente, el doble cerrojo de la puerta no estaba echado. Por un momento, sintió que el corazón se le volcaba en el pecho al imaginar que Leo había olvidado cerrar esa puerta la noche de antes y que alguien podría haber entrado. Antes de abrir la puerta, pegó su nariz a la ventana de cristal biselado: una figura se movía en el interior de la cocina. Un segundo vuelco del corazón que ya casi le subía por la garganta. La figura del interior ahora se acercaba a la puerta y la abría. - ¡Leo! - ¿Qué pasa? - ¿Que qué pasa? Me has dado un susto de muerte. - Iba a acercarme a la churrería a por el pedido. - ¿Hasta qué hora has estado con Nata?. No habrá más gente ahí dentro. La señora Clara entró en la cocina sin esperar ninguna respuesta a sus preguntas. - Pero… ¿qué es todo esto? - Es que… al final me enrollé aquí, probando unas cosas y a Nata se le hacía tarde… - ¿Has estado aquí toda la noche? - Sí. Pero ya está casi todo fregado y recogido. - ¿Y qué has estado haciendo? – formuló una nueva pregunta pero antes de recibir la respuesta de su hijo fue levantando las tapas de las ollas que descansaban exhaustas sobre los fogones tras la dura noche de cocción. - Encontré los libros de recetas al fondo de los estantes que están sobre el arcón. - ¿Has estado toda la noche cocinando? - Bueno, primero estuve leyendo los libros. Para entonces, si siquiera Leo se oyó a sí mismo pronunciar esta última justificación porque la señora Clara abrió con tal fuerza el cajón de los cubiertos que cucharas, cuchillos y tenedores tintinearon a la vez, todos excepto la cuchara que tomó para probar el contenido de la primera de las agotadas ollas. - ¿Has hecho crema de langostinos? - Sí. - ¿Y esta olla? - Es pollo, pollo al vino. - ¿Toda la noche para hacer esto? - También hice una tarta con unos melocotones en almíbar que había en la despensa. - No me lo puedo creer. - ¿Me ha salido muy mal? - No, a ti no. A mí es a la que le ha salido mal, a ver qué hacemos ahora con toda esta comida. Y aquí por lo menos hay dos pollos cocinados para tirar a la basura. - A lo mejor… - Anda, ve a por los churros, que se hace tarde. Yo voy a… congelar la crema y a ver qué hacemos por el pollo. Leo salió por la puerta de la cocina al instante y sin rechistar. La señora Clara volvió a destapar la olla del pollo, inspiró el vaho repleto de aromas que todavía desprendía y volvió a llenar la cuchara con aquella salsa extremadamente sabrosa y cálida que había conseguido su hijo.

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