domingo, 19 de agosto de 2012

CAPÍTULO 31 LOS VECINOS IMPARES. VI Violeta + Ámbar

Ámbar se acomodó a los pies de Violeta que retiraba con un cucharón la espuma fofa conforme iba apareciendo en la superficie del caldo que llevaba hirviendo casi una hora en la olla grande. En la cocina reinaba por primera vez en mucho tiempo un calorcito húmedo que había empañado los cristales de la ventana. El otoño discurría por una suave pendiente. Noviembre había empezado con días cada vez más fríos, cada vez más oscuros. La matraca de alguna televisión llegaba amortiguada a través del patio interior hasta la estrecha cocina esquivando las sábanas tendidas que bailaban al aire en sus cuerdas sólo reprimidas por dos pinzas de madera, una en cada punta. Lo de siempre en el patio. Al piso le seguía haciendo falta una mano de pintura y una de las bombillas de la lámpara del cuarto de estar seguía fundida. Lo de siempre en la casa. Sin embargo desde hacía unos días, Violeta comía tres veces al día, se quitaba el pijama por la mañana y se lo ponía por la noche y hoy tuvo ánimo para cocinar, claro que no para ella. Llevaba días escudriñando los ecos que provenían del piso contiguo: la televisión, la música, retazos de conversaciones telefónicas a veces en francés: habría citas que posponer, explicaciones a superiores, pensaba Violeta. Pero en ningún momento se había topado con ellos a pesar de que ella se había mostrado especialmente activa saliendo y entrando de casa cada día. Aquella mañana muy pronto había escuchado como padre e hijo zapateaban de la habitación al baño y del cuarto de estar a la cocina para después, ya cerca de las nueve de la mañana, abandonar el piso. Violeta encontró apropiado prepararles un buen caldo que pudieran tomar a su vuelta. Veía a Alex y a su padre no como al resto de vecinos con los que evitaba cruzar miradas ante el temor que se permitieran alguna familiaridad, sino como a compañeros de cautiverio, abordables en el rellano y a los que abrazar y amamantar, en definitiva: abrirles los brazos ya que este mundo no nos los abre.

martes, 14 de agosto de 2012

CAPÍTULO 30 LOS VECINOS IMPARES. VIII La naturaleza de Clementina

El tiempo transcurría al ritmo vivaz y acompasado que marcaba el viernes a punto de dar las tres de la tarde. Las compañeras de Clementina se afanaban en su ir y venir para terminar los últimos pedidos del día. En el almacén cualquier ojo observador podía averiguar, tanto por el ritmo de trabajo como por el volumen de las conversaciones de las operarias, el día de la semana con poco margen de error. Las chicas comentaban entre ellas sus planes para el fin de semana, trataban de dilucidar si tacones o manoletinas o cuales eran las planchas más efectivas para alisarse el pelo. Clementina no solía participar en esos debates, más bien escuchaba como quien escucha en la radio la opinión de doctos entendidos que analizan con sumo detalle el acuerdo suscrito por gobierno y oposición. Pero aquel día permanecía absolutamente ajena a todo lo que le rodeaba que no fuera su trabajo y seguir dándole vueltas a los sucesos acaecidos en la tarde del miércoles. Se había esmerado por calcular el momento justo en que tenía que salir de casa para llegar a la carnicería del mercado entre las seis y las seis y cinco minutos. Se puso un brillo de labios anaranjado que le había entrado en el lote de Navidad del año anterior. Es verdad que luego se lo quitó con un cuadradito de papel higiénico porque le pareció tonto, pero justo después, se lo volvió a poner. Por el camino al mercado, el párpado del ojo izquierdo le empezó a palpitar: más nervios todavía y el peor de los augurios, creyó entonces Clementina. Solo dos clientas esperaban su turno ante el mostrador de la carnicería. Rezó por que los carniceros tuvieran aquella tarde una pesada digestión o estuvieran incubando una gran gripe, lo que les obligaría a trabajar muy muy despacio. Eran las seis y quince minutos cuando llegó el turno de Clementina que, ni se sonrojó cuando el carnicero le preguntó, más bien estaba pálida. Dos filetes de ternera blanca y cuarto y mitad de carne picada después, él seguía sin aparecer. Clementina pagó su compra, tomó la bolsa que el carnicero catapultó desde el otro lado del alto cristal del mostrador y él seguía sin aparecer. Después, sin dejar de mirar las baldosas de cerámica amarillenta avanzó hasta la puerta de salida y él seguía sin aparecer. - ¡Clementina! - ¿Sí? Las chicas se reían a carcajadas viendo la cara de susto con la que volteó la cabeza Clementina tan ensimismada en repasar los hechos que ni se había enterado de que hacía rato que llamaban su atención. - Que si te vienes esta noche con nosotras al Batukada. - ¿Yo? - Hoy se te va la pinza, eh. - A ésta se le va la pinza mogollón siempre. - No, no, la Tina está pensando en alguien, fijo. - ¿Qué dices?, ¿quién?, ¿quién?, ¿el transportista ése que es medio mulato? Tiene una espalda el tío… - Jejejeje, en ése piensas tú. - Pero qué dices, si yo tengo novio. - Se está poniendo toda colorada, jejejeje. - Huy, huy qué pillada está. - Bueno, venga, vente y nos cuentas quien es el pavo. Otras veces le habían insistido para que saliera con ellas, pero Clementina siempre tenía pretextos para evitar los botellones, las tardes en la piscina municipal, patear el centro de tienda en tienda durante las rebajas y las cenas en restaurantes de hamburguesas y costillas pringosas que solían ser los planes que más gustaban a las chicas del almacén. Todas fueron recogiendo sus puestos a velocidad y algunas, incluso, ya iban camino del vestuario: se comenzaron a sentir el chasquido de las puertas de las taquillas de chapa. Clementina permanecía en su puesto y seguía acomodando franquitos bien protegidos en la caja de cartón: más bien podría haber estado así horas y horas. Si no fuera por su naturaleza, le hubiera gustado entrar en el vestuario, dejarse caer sobre el banquito de madera y preguntarles a sus compañeras qué es lo que había que hacer, seguro que ellas sabían algo más que ella. Aún así dejó que fueran saliendo una a una, la excusa en aquella ocasión fue que estaba un poco resfriada todavía. Blanca ya iba apagando las luces del almacén y a Clementina, muy en contra de su naturaleza, le daba una descomunal pereza cambiarse, salir a la calle, coger el autobús, llegar a casa y todas las demás cosas que quedaban por hacer en ese día.

domingo, 5 de agosto de 2012

CAPÍTULO 29 LOS VECINOS IMPARES. III Solo de trompeta

Mientras avanzaban hacia el portal al paso lento que imponía su padre, Alex iba dándole vueltas a las palabras dichas por su hermano cuando se despidieron en el cementerio, “el fin de semana vuelvo para empezar a organizarlo todo”. Los hermanos no habían tenido tiempo en los dos últimos días para hablar. Alex supuso que “organizarlo todo” incluía decidir qué hacer con las pertenencias de su madre, solucionar todo lo referente a la herencia y, sobretodo, qué pasaría ahora con su padre. Alex tenía la certeza de que su hermano tenía una idea precisa de todo lo que había que hacer. Alejandro caminaba tomado por el brazo y con la cabeza vuelta hacia los árboles de la avenida ya desprendidos de todas sus hojas; las ramas, al entrelazarse, parecían segmentar en confusas piezas angulosas las fachadas de los edificios de la acera de enfrente y el cielo blanquecino en aquella mañana de lunes. Los observaba como tratando de encontrar en ellos la respuesta a un enigma. Durante el entierro había permanecido de pie, entre sus hijos, llorando en silencio. Todo eran suposiciones: tal vez reconocía el espacio y su mente había viajado setenta años atrás al día en que enterró a su hermana de dieciséis años allá en Nador o el salto en el tiempo había sido de cuarenta años para volver al momento del entierro de su madre en aquel mismo cementerio. Lo que para Alex parecía poco probable es que su padre hubiera tenido un momento de “lucidez” y hubiera sido consciente por un instante de quien era la persona que se había marchado para siempre. Pero “lucidez” no era la palabra exacta, de eso estaba completamente seguro, ¿cómo había podido ser tan imbécil? Alex llegó a la conclusión de que, el de su padre, era un llanto causado por un dolor universal de pérdida. Pérdida absoluta. Pérdida en todos los sentidos. En el interior del piso todo permanecía intacto: los viejos y lustrosos muebles de caoba que constituían para su madre todo un tesoro y sobre el aparador una legión de marcos con fotos de distintos tamaños y materiales. Alex acomodó a su padre en el sofá del cuarto de estar sin quitarle ni siquiera la cazadora color crema que llevaba hasta que no se caldeara un poco el cuartito gracias a la estufa de butano que, a pesar de que Alex no recordaba como encender, tuvo la deferencia de prender al primer intento. Desde el cuarto de estar, atravesó de nuevo el salón de la casa para llegar a la cocina. Se detuvo ante el aparador de caoba y, por inercia, como había hecho tantas y tantas veces cuando vivía allí, abrió uno por uno sus cajones. Una llave suelta, un tubo de pegamento estrujado, papelitos de distinto tamaño y color garabateados con la letra grande e infantil de su madre, imperdibles, un par de pendientes de bisutería probablemente comprados como complemento ideal de un vestido, un viejo abanico de madera con su sonido rítmico contra el pecho de su madre, las gafas de coser con las patillas siempre flojas… Objetos que habían paseado inadvertidos alrededor de Alex toda la vida, objetos que prefirió incomunicar de nuevo cerrando de golpe el cajón antes de que empezaran a hablarle.

sábado, 28 de julio de 2012

CAPÍTULO 28 LOS VECINOS IMPARES. IX Los colores de Leo

Aunque ya había terminado el partido, la televisión seguía emitiendo la charlatanería de los comentaristas deportivos mientras se reproducían los goles y jugadas más destacadas. Buena parte de los parroquianos ya se habían retirado y Leo recogía de la barra los platos vacíos y rebañados: el pollo al vino había sido muy bien despachado como tapa durante todo el día. Ya en el aperitivo algunos habían tomado una ronda de más por repetir. En cuanto a la tarta de melocotones, la señora Clara había tenido la picardía de colocarla en la vitrina justo antes de que las vecinas salieran de la misa que se decía por Manolo, el frutero, del que hacía un año de su muerte. Muchas de las señoras que salían ateridas de frío de la iglesia de Santa Irene, cruzaban la calle para premiarse tras el deber social cumplido tomando un descafeinado de sobre con leche caliente y, ya se sabe, siempre hay una golosa y varias antojadizas, así que apenas quedaron un par de porciones que se venderían al día siguiente en el desayuno con toda seguridad. Leo observó que las cámaras de los refrescos estaban algo más vacías que de costumbre, así que se afanó en rellenarlas a la mayor velocidad posible con el objetivo de poder tener todo recogido y listo para poder meterse en la cocina no más tarde de media noche. Seguía dándole vueltas a la misma cuestión: ¿cuál sería la comida favorita de Clementina? Creyó que la crema de langostinos con su color entre salmón y coral habría sido de su gusto, pero después sospechó que igual era más acertado algo más intenso y brillante y que el pollo al vino con su salsa entre el granate y el marrón tibio podría ser mucho más acertado. Una vez visto el resultado se dio cuenta de que, probablemente, las dos opciones anteriores eran como dos caminos demasiado largos que ni siquiera le dejaban cerca de su destino. Así que hojeó los libros de cocina de principio a fin hasta dar con la tarta con su cobertura naranja y brillante de melocotones barnizados con mermelada. Ahora, que llevaba todo el día dándole vueltas, empezaba a pensar que había sido un poco ingenuo al considerar que en la repostería estaba la respuesta: no era ése el tipo de dulzura que ella transmitía.

martes, 24 de julio de 2012

CAPÍTULO 27 LOS VECINOS IMPARES. V Un otoño alemán.

- Adelante, Clementina, pase, por favor. - Sólo quería enseñarle… - Espero ansioso sus comentarios. Dígame. Clementina permaneció en el umbral de la puerta y le tendió el libro que traía de la biblioteca que Alfredo Velasco tomó con cuidado, tratando de ni siquiera rozar uno de los dedos de Clementina. - ¿Dagerman? - Sí, Dagerman. - Me deja sin palabras. - No es lo que yo había imaginado. Nada de lo que he escrito vale. Nada. - La verdad es que no sé qué ha podido pasar. Nunca me había pasado esto. No sé qué decirle, pero le puedo prometer que no lo conocía y nada más lejos de mi ánimo que… ¿No pensará ahora usted…? - Yo no pienso nada. - Es una de esas coincidencias lamentables. Alfredo Velasco dio la espalda a Clementina y avanzó hasta el cuarto de estar para dejarse caer en su sillón de trabajo, esto obligó a Clementina a entrar en la vivienda del vecino. - Esto es tan desagradable. Le importaría dejarme el libro para leerlo, es lo mínimo que puedo hacer. - Lo he tomado prestado de la biblioteca. - Sólo será por un día, se lo prometo. Qué bochornoso es todo esto. Me siento avergonzado y lo cierto es que… no hay motivo porque ha sido una casualidad, una enorme casualidad. Clementina pensó que su vecino no sabía hasta que punto había sido una enorme casualidad. Le hubiera gustado contarle en ese momento su historia con aquel libro pero su naturaleza se lo impedía. - No sé, Clementina, en qué lugar queda nuestra colaboración tras este suceso. Clementina permaneció en silencio, aquello era una pregunta pero ella no sabía qué responder, así que miró al suelo durante unos segundo mientras sus dedos rascaban nerviosos el interior de los bolsillos de su chaqueta color calabaza, esperando que el vecino fuera capaz de encontrar una respuesta para su propia pregunta. - Si pudiéramos volver a intentarlo. Verá, tengo aquí mismo algunas cosas en las que he estado trabajando últimamente. Ya le digo que no es gran cosa, algunos bocetos. Alfredo Velasco, no tuvo que moverse demasiado, sólo inclinarse un poco para rebuscar en una de las montañas que flanqueaban su sillón y liberar otro pequeño libro de tapas negras que ofreció a la vecina. Clementina lo tomó sin saber muy bien si quería o no quería volver a hacerse cargo de aquella responsabilidad de nuevo; se sentía confusa y, sobretodo, impresionada por la lectura por fin de aquel libro con el que se había reencontrado. Sin embargo, Alfredo Velasco notó el brillo de la curiosidad en los ojos de Clementina.

jueves, 19 de julio de 2012

CAPÍTULO 26 LOS VECINOS IMPARES. V Violeta y Ámbar

Ámbar atravesó de un salto el cuarto de estar desde el respaldo del sofá hasta la puerta de la calle cuando escuchó el rasguño de la llave de Violeta en la cerradura. Eran más de las dos de la madrugada y Violeta no entendía cómo el tiempo había trascurrido de una manera tan extraña. El avión retrasado, el largo trayecto desde el aeropuerto al tanatorio que había supuesto atravesar longitudinalmente la ciudad, semáforos, semáforos, algún que otro desvío equivocado... Después aguardar junto a aquel hombre alto, con el pelo extremadamente corto para disimular las entradas y la calva de la coronilla. Su apariencia era la de un inseguro profesor de secundaria. Al filo de las doce había empezado a llegar algunos parientes lejanos, desorientados. Uno por uno, hubo que aclararles que Violeta era la vecina, sólo la vecina. Cuando por fin alguien informó de que podían entrar en la sala, Violeta se quedó sola en el amplio corredor con grandes cristaleras que miraba a una de las carreteras de circunvalación de la ciudad. Pasados unos minutos, Alejandro salió de la sala, pálido, sin lágrimas pero pálido. Varios de los parientes lejanos le animó para que aprovechara para ir a la cafetería y comiera algo antes de que empezaran a llegar más parientes, los compañeros de la banda de su padre y el hermano mayor, todavía de camino. Alejandro buscó con la mirada a Violeta que permanecía algo más alejada pero aún atenta. Juntos y en silencio avanzaron por el amplio pasillo hacia el punto donde los ascensores conducían a la cafetería del recinto. En la cafetería comentaron lo incómodo que había sido moverse por el aeropuerto Charles de Gaulle debido a las obras, que ya iban para año y pico, hablaron de lo bien que estaba aquel tanatorio con la certeza de que, ni el uno ni el otro, conocían ningún otro. Así, un minuto tras otro fue pasando hasta que cuando se iba completar una hora, alguien algo mayor que el propio Alejandro, alguien más bajo pero con el mismo aspecto de docente, entró por la puerta de la cafetería. También traía la cara algo mas desencajada que la de Alejandro y le acompañaba quien Violeta figuró que eran su mujer y su hija. Pero si hubo algo que extrañó a Violeta aquella noche fue regresar a casa de noche, sola. En el perchero de la entrada ninguna chaqueta ni debajo ni encima de la suya. Ninguna otra mano que encendiera la luz de la sala de estar antes que la suya propia.

sábado, 7 de julio de 2012

CAPÍTULO 25 LOS VECINOS IMPARES. VII La naturaleza de Clementina

La bibliotecaria había empezado a apagar las luces. Clementina levantó la cabeza del libro, ya apenas le quedaban una docena de páginas para terminar su lectura. Pasó por el mostrador para solicitar el préstamo todavía con los ojos llenos de las palabras que habían dejado su corazón dolorido. Por el camino de vuelta a casa Clementina fue recordando todo los detalles. Una mañana su abuelo debió haber vuelto a casa con aquel libro en la pequeña bolsa de deporte en la que solía traer y llevar la fiambrera con la cena. Cuando le despidieron de Marconi, se empleó como conserje de noche en un imponente edificio de apartamentos de lujo. Allí se hospedaban muchos extranjeros pudientes que pasaban temporadas en el país por motivos de trabajo y también señores de negocios que alquilaban sobretodo los áticos a los que arrastraban a las secretarias de turno un par de horas tres veces a la semana. Los señores de negocios eran muy generosos y siempre por Navidad el abuelo recolectaba una buena cantidad de dinero en propinas que guardaba celosamente en un rincón del armario de su dormitorio, entre las cananas y sus aperos de ir de caza. Su intención, bastante ingenua, era mantenerlo lejos del alcance de su mujer. Ella, evidentemente, sabía de la existencia de ese depósito que ella utilizaba como caja de resistencia y casi todos los finales de mes tenía que coger dos o tres billetes. Habitualmente, la abuela de Clementina era tan hábil haciendo las previsiones de pagos y cobros, que conseguía restituir el dinero antes de que pudiera darse cuenta. Los extranjeros, al marchar, solían dejar en los apartamentos enseres que iban comprando durante su estancia en el país y que después era inviable añadir a sus abultados equipajes, por lo que los conserjes se los repartían de una manera más o menos equitativa. Fruto de esas particiones fueron llegando a la casa una pequeña plancha eléctrica, varios pares de zapatillas de felpa, un transistor, muchos bolígrafos, revistas y varias docenas de libros en distintos idiomas entre los que estaba aquel. Clementina recordaba que el libro fue y vino varias veces porque su abuelo se lo prestó a varios de los amigos. Éstos, cuando lo devolvían, intercambiaban con el abuelo escuetos comentarios porque Clementina estaba delante. También recordaba a su abuela una tarde leyendo alguna página con sus gafas de coser puestas, mientras creía a Clementina distraída con dibujos animados. - ¿Qué? - Pues como nosotros, ¿o es que nosotros no hemos padecido lo nuestro? Y así, Clementina, fue imaginando que aquel libro seguro que contenía una historia muy triste, pero no como las de los folletines de la radio que escuchaba su abuela por la mañana, sino tenía que ser de cosas serias como gente que muere o algo así. Cuando Clementina estaba ya estudiando en el instituto y un día le pidió a su abuelo unos de sus chalecos de traje porque era la moda y todas las chicas llevaban uno y apareció el libro allí, en el armario de su abuelo, ni siquiera entonces, intentado protegerla de la crueldad y el dolor, le permitió leerlo. Con esa misma ingenua actitud jamás su abuelo le habló de la guerra ni de la miseria que había malherido de por vida a toda aquella generación. A Antonio Sánchez Narbona.