sábado, 30 de julio de 2011

HABITANTES: Niños de ciudad

Antes, cuando en las ciudades había descampados, no hacía falta la Play Station porque los niños podían jugar en ellos. Entonces, los juguetes favoritos de los niños eran los cascotes, los neumáticos viejos, sofás desechados, sillas rotas… A través de las palabras mágicas, estos residuos se transformaban en los más sofisticados trasbordadores espaciales o en navíos abordados por piratas; sólo hacía falta enunciar en voz alta el conjuro: “¿vale que esto era…?”. Pero el asfalto y los edificios se comieron esos espacios.

Otros niños más suertudos tenían parques con columpios cerca de sus casas. En los columpios también se daba la ley de la conmutación y se transformaban, a través de la mirada de los niños, en fuertes comanches, castillos encantados o árboles de una selva llena de peligros.

Cualquiera de los dos espacios eran como páginas en blanco en las que dibujar o escribir cualquier aventura que siempre se desenlazaba de forma abrupta ante los gritos de una madre que llamaba para la merienda o para subir a casa a hacer la tarea. El encantamiento entonces se rompía y la pizarra quedaba de nuevo en blanco lista para adoptar al día siguiente cualquier otra forma. El descampado recobraba su aire sórdido y el parque era devuelto al atardecer en la ciudad con su ajetreo de cláxones y peatones que vuelven a casa tras la jornada de trabajo.

Lo malo es que, muchas veces, la lluvia, el frío o la inquebrantabilidad de una madre obligaba a jugar en casa. En esas ocasiones, la imaginación también volaba, pero tenía que hacerlo en espacios más reducidos porque tenía que caber en cajas de zapato, en cacharros sustraídos clandestinamente de la cocina, o en botes de perfumes tomados del cajón prohibido de la coqueta… Y siempre, en el momento más emocionante de la aventura la voz de la madre: “Niños, ¿qué hacéis que estáis tan callados?”. Y siempre la respuesta de los niños, entre risas nerviosas y a voz en grito: “¡Nada!”.

jueves, 7 de julio de 2011

EL FETICHE CHINO DE FUN LHÍ

¡Vaya! Hoy que te traigo este pequeño objeto mágico, una filigrana asombrosa y apenas le concedes tres minutos antes de desterrarla a la estantería de arriba del todo. De acuerdo. Tal vez es porque ignoras la historia de… del… “fetiche chino de Fun Lhi” (Cha, chán).

Cuando el cuchillero Fun Lhi murió víctima de la epidemia de gripe que azotó la ciudad hace dos inviernos, su viuda encontró entre sus objetos personales una pequeña cajita a la que Fun Lhí consultaba antes de cometer cualquiera de sus malévolos planes. Lo cierto es que si hacemos un breve repaso a la lista de infamias ejecutadas con éxito por el chino bandido, llegaremos a la conclusión de que la cajita nunca falló en sus predicciones.

Caminando hace unos días por el barrio chino, decidí acercarme a la tienda de la citada viuda a comprar algunos pastelillos de zanahoria para la merienda. Me percaté de que la viuda –absolutamente escéptica ante los poderes atribuidos a la caja- usaba el magnífico objeto para depositar las casi intangibles monedas de un céntimo. Tuve un ocasional momento de lucidez: reconocí la caja y pude convencer a la viuda de Fun Lhí para que me vendiera el objeto con el que hoy tengo el gusto de obsequiarte.

Supongo que ahora rescatarás “el fetiche chino” de la estantería de arriba del todo. ¿No? A lo mejor es porque no conoces la historia del cuchillero Fun Lhí.

Fun Lhí era el único afilador de la pequeña aldea cantonesa de Tan Shé. Todos los lunes acompañaba a su abuela al mercado en que se ganaban la vida afilando los cuchillos de los pescaderos, carniceros y vendedores de jengibre que tenían allí sus puestos. El joven Fun Lhí, aunque estimulado por el aprendizaje de la que sería su profesión, siempre se quedaba rezagado en el lugar del mercado en que se instalaba el viejo contador de historias. Allí escuchó el relato de las hazañas de Horikawa y su daga infernal, la narración pormenorizada de la sanguinaria venganza de Kuranozuké, de… ¿Qué?... Ya sé que son nombre japoneses, pero las brutales hazañas de estos hombres habían cruzado de boca en boca medio continente hasta llegar a los oídos de Fun Lhí, el nieto del afilador de la pequeña aldea cantonesa de Tan Shé.

El caso es que, entre narraciones espeluznantes, cuchillos, estiletes y piedras de afilar Fun Lhí creció lo que pudo y logró alcanzar a duras penas el metro cuarenta y siete a los diecinueve años. Eso sí; ya para entonces había puesto sus ojos en Lou Lou Tsé, la… ¡No, ésta no es la repostera! Luo Lou Tsé era la hija menor del carnicero de Tan Shé: una recia muchacha perfectamente amaestrada en el descuartizamiento a punta de cuchillo de todo bovino y animal de corral.

Luo Lou Tsé y Fun Lhí se amaron desde el momento en que se vieron. Ella salió de la trastienda de la carnicería al grito de su padre portando los cuchillos que debían ser afilados por Fun Lhí. Los ojos de Fun Lhí quedaron atrapados en los de la joven. El carnicero, que enseguida percibió el enamoramiento y convencido de que el hijo del afilador era muy poco para su retoño, anunció: “esto lo corto yo”. Dicho y hecho. La joven Lou Lou Tsé no volvió a salir de la trastienda para alargar los cuchillos a su padre, tampoco Fun Lhí la vio nunca más en el patio ayudando en la matanza de los cerdos.

¿Cómo puedes decir que es la típica historia de amores imposibles? Es evidente que desconoces las consecuencias que tuvo en Fun Lhí esta gran decepción. Bajo los efectos del dolor de amor, el aprendiz de afilador decidió poner tierra de por medio entre la fatal corpulencia de la carnicera y él. El único medio que encontró fue concertar matrimonio con la última y solitaria descendiente de una larga saga de reposteros emigrados a una innombrable metrópoli occidental.

La vida conyugal era tranquila para Fun Lhí: atendía a los clientes de la repostería y disfrutaba de una convivencia aceptable con su mujer. Los silencios incómodos de los primeros meses fueron sustituidos con el tiempo por un sereno y continuo mutismo aceptado por ambos. Nada parecía perturbar a Fun Lhí en aquel ambiente en el que lo más afilado que le rodeaba era el rallador con el que su mujer fabricaba las virutas de chocolate. No obstante, la vida marital aún reservaba alguna agitación a Fun Lhí, ya que la archilaureada repostera se fue descubriendo como una fanática de una de las especialidades gastronómicas del país que la había acogido: el jamón serrano. Para Fun Lhí más fatal que nunca y más mujer se veía su esposa atacando con el cuchillo jamonero la pata de fiambre.

¿Que cómo este hombre tranquilo se convirtió en el sanguinario cuchillero Fun Lhí? Porque a pesar de que su esposa era capaz de pasar el cuchillo por la pata de jamón

con la misma pasión con la que un virtuoso desliza el arco por el violín, y que esta punzante novedad introdujo el ardor en la alcoba del matrimonio, y luego en el salón, y luego en la trastienda de la pastelería, una vez testadas todas las estancias, el corazón y la mente de Fun Lhí volvieron a estar ocupados por el amor a Lou Lou Tsé y el odio a su padre.

Y una mañana sucedió el incidente desencadenante. En el comercio de Fun Lhí entró, como casi todos los jueves, la esposa e hija del dueño de la peletería El Visón Sonriente, uno de los hombres más ricos del barrio. Mientras Fun Lhí envolvía cuidadosamente la tarta de queso con mandarinas se enteró, por lo que hablaban las señoras, que la joven había mantenido hasta el momento una relación amorosa con Joaquim, el muchacho del taller mecánico; pero que el señor de El Visón Sonriente había ordenado a su hija que no se volverían a ver mientras él viviera aseverando que no le había dado estudios de Diseño e Industria Textil en la mejor escuela del país para que terminara con un grasiento mozo de taller. Así que, mientras Fun Lhí esperaba con el cambio en la mano, la muchacha lloraba amargamente mientras su madre profería palabras de resignación.

Cuando por fin las señoras salieron de la tienda, algo comenzó a arder por dentro de Fun Lhí, se trataba del mismo dolor de amor que experimentó años atrás, cuando comprendió que nunca podría estar junto a Lou Lou Tsé. Era algo que quemaba en su pecho a la altura del corazón; como una herida de arma blanca.

Esa misma madrugada Fun Lhí se despertó sobresaltado. Se dirigió a la cocina y afiló con esmero el cuchillo jamonero de su mujer mientras esperaba que amaneciera.

El dueño de El Visón Sonriente abrió su negocio ese día un poco antes porque tenía que cortar las piezas para un encargo muy urgente. Fun Lhí entró en la peletería a las ocho y catorce minutos. Al verlo, el peletero le preguntó amistosamente si quería darle una sorpresita a su mujer obsequiándola con una estola de conejo. Fun Lhí dijo que la sorpresa era para otra persona. Descubrió el cuchillo jamonero y…digamos que el peletero quedó reducido a su mínima expresión inaugurando con su sangre la lista de infamias ejecutadas por el cuchillero Fun Lhí.

¿Qué cajita? Ah, el fetiche chino de Fun Lhí. Fue un regalo que le hizo su abuela al abandonar su pequeña aldea… ¡Qué pasa! Yo cuando fui de campamento por

primera vez, mi abuela me regaló un boli de quince colores. Antes de liquidar a cualquiera de sus potenciales víctimas, consultaba al fetiche chino, oráculo cuyo mecanismo era sencillo: una bolita de ónix se paseaba caprichosamente por el falso fondo de la caja hasta que caía en uno de los orificios marcados con el “SI” o el “NO”. Si ésta aseguraba que el amor que ése individuo trataba de reprimir sería duradero; sólo entonces Fun Lhí, pasaba a la acción…

Fín….

Sí, ya se ha acabado.... ¿Que qué pasó con la hija del dueño de El Visón Sonriente y Joaquim?, ¿a quién más asesinó?... Para contarte todo eso tendrás que concederme muuuuchos minutos antes del destierro.

lunes, 4 de julio de 2011

HABITANTES: El Voyeur

Son innegables los cambios sociales que las nuevas tecnologías están promoviendo en los pocos años que lleva recorrido el siglo XXI. La esfera que ha sufrido una modificación más severa es la de las relaciones humanas. Es redundante insistir una vez más en la gran ventana al mundo que constituye internet, dando rango de cosmopolitas domésticos a cada uno de sus usuarios, independientemente de dónde habiten éstos.

Pero ¿cómo modifican estas nuevas tecnologías los espacios: las ciudades, sus calles, sus plazas, sus casas? Los espacios públicos tienden a vaciarse y devienen meros lugares de paso. Las grandes ciudades que en el siglo pasado conquistaron el título de cosmopolitas han quedado reducidas a “encantadoras escenografías” -en el peor sentido de la expresión- por la que los habitantes se desplazan rápidamente hacia sus refugios de intimidad. Paradójicamente, mientras internet derrumba muros y nos permite intercomunicarnos a distancia, conceptos como el de vecindad desaparecen por completo, levantando nuevos muros alrededor de nuestros monitores que nos aíslan de lo que pasa a dos metros de nosotros.

En este ambiente urbano en el que prima el individualismo y se resguarda el espacio privado y la intimidad, acomete su denostada labor el voyeur.

El voyeur es un estricto espectador en la “encantadora escenografía”. Se atrinchera en los bancos de los sucedáneos de parques que proliferan en nuestras ciudades, habita esas zonas de nadie en que se han convertido las plazas. Sus miradores son la parada del autobús, el metro, la cola del supermercado… ¿Qué busca?, ¿disfruta contemplando la intimidad erótica de las parejas?, ¿las lenguas, las caricias crispadas y los ojos cerrados? No. Su concepto de erotismo es otro. Disfruta contemplando otras intimidades: esos pequeños gestos que nos delatan y nos dejan desnudos ante los demás.

Sin duda alguna, para el mirón postmoderno, la agudeza consiste en saber mirar. No le interesa la vida de los demás: odia las generalidades. Le fascina observar cómo la chica que está sentado junto a él en el autobús se recoge el mechón de pelo detrás de la oreja cuando habla con su novio por el móvil; porque no se lo recoge igual cinco minutos después, cuando habla con una amiga. Él es una cámara con el obturador abierto, pasiva, minuciosa que acaba de retratarla.

Pero, a veces, el voyeur observa desde la ventana la calle que es como un pozo. Se ilumina la pared de enfrente: un hombre lustra unos zapatos negros con un extraño mohín, ése que tienen los hombres descorazonados por el gris del asfalto y la rutina de café con prensa deportiva. El voyeur, a través de la actividad y del gesto, puede ver como es la vida de ese hombre que, de pronto levanta la cabeza. Las miradas se mezclan y confunden. Se establece un juego de espejos en el que el observador es el observado y en el que uno se reconoce en otro. El pudor obliga al voyeur a correr la cortina y alejarse de la ventana. El voyeur, igual que todos nosotros, también teme ser desnudado.

sábado, 2 de julio de 2011