domingo, 29 de abril de 2012

CAPÍTULO 10. LOS VECINOS IMPARES. II Solo de trompeta

Mientras echaba la llave a la puerta después de que saliera de la chica de asistencia, Rosa pensó que debía comprarle aunque fuera un franquito de colonia en la droguería de Fernando. La muchacha se portaba muy bien con ellos y era tan dispuesta y limpia... A Rosa lo que de verdad le gustaría es poder ir a Galerías Preciados como hacía antes, cuando a él le daban la paga de verano y la de Navidad. Cuando él se iba a la fábrica y los chicos se habían marchado también a clase, dejaba la comida preparada, se arreglaba y se iba paseando hasta la boca del metro. Deambulaba por los mostradores de la perfumería y olía todos y cada uno de los perfumes, también tenía la costumbre de subir a la planta de señoras y se probaba los abrigos que sabía que nunca se podría comprar, con tres hijos en casa y estudiando… qué capricho se iba a dar, esos ratitos sólo para ella le eran suficientes. Después, antes de volver a casa con el tiempo justo para calentar la comida y poner la mesa a los chicos, compraba en una tiendecita de ultramarinos de Moncloa morcilla de su pueblo, que sólo vendían allí y que a él le gustaba tanto en las lentejas, y unos suizos tan blanditos para la merienda de los chicos, cuando eran pequeños a veces les traía unos sobre de cartón que contenían esos muñequitos de plástico de indios y vaqueros. Y en esos recuerdos andaba Rosa, cuando él apareció en la cocina con un gesto de preocupación en la cara y los ojos repletos de la ternura de siempre: - Rosa, he estado hablando con el encargado de lo del préstamo y me ha dicho que con las próximas nóminas que ya vendrá reflejado el aumento, que seguro que en su banco nos dan el préstamo para el piso. Y si no nos lo dan, nos miramos una casita de alquiler, aunque sea en las Palomeras. Que yo le agradezco a tu padre que nos tenga aquí, pero… esos no son apaños, Rosa, y cuando venga el chiquillo a ver cómo nos vamos a apañar. - Pero Alejandro, sí ya estamos en nuestra casa. - Que sí, que yo entiendo que tu quieras estar cerca de tu madre, pero ya no podemos seguir aquí los siete metidos, y yo no sé que manía te ha entrado con lo del préstamo, todo el mundo firma letras, mira mi hermano…tan tranquilo en su casa sin tener que… - Claro que nos dieron el préstamo, ¿no te acuerdas? Tu padre nos tuvo que avalar con su casa, pero nos compramos este piso. Y después de Juanillo, nació Pablo y después Alejandro. - ¿Alejandro? - Sí, nuestro pequeño. - ¿Nuestro pequeño?. - Sí, ven que te enseñe- Rosa cogió de la mano a Alejandro y le condujo hasta el salón donde ella conservaba el aparador de caoba de su madre que trajo consigo de Nador. Allí estaban todas las fotos en marcos de distintos tamaños de sus tres hijos, algunas en blanco y negro siendo bien pequeños, otras de la graduación, de sus boda, con sus hijos… Docenas de instantes atrapados en papel. - Mira, éste es Juanillo, cuando nació todavía no nos habían dado el piso pero Pablo y Alejandro, que es éste, ya nacieron aquí. - ¿Y dónde están?. - Juanillo vive en Mallorca. Se hizo militar y también es músico, como tú. - ¿Vientos?. - Sí, la trompeta, igual que tú. - Pablo está en Londres, es biólogo, pero ya prontito, gracias a Dios, se le acaba la excedencia y volverá. Y Alejandro está en París. -¿París?, ¿y qué hace ese niño tan pequeñito en París?. - Ya no es pequeñito. Ahora es un hombre, tiene dos hijos y es pianista, como tu madre. - Qué habrá sido del piano de mi madre. Mira que nos lo teníamos que haber traído, Rosa, por muy caro que fuera embarcarlo, no deberíamos haberlo dejado allí. - Pero si con las 16.000 pesetas que nos dieron por la casa, casi no teníamos para venir todos a Madrid, como para habernos traído el piano… - Si me dejaras ir a Barcelona con la banda… podría sacar en sólo una temporada por lo menos el doble. - Te lo dije hace cincuenta años y te lo digo ahora, ¿tú sólo?, ¿sin tu mujer en Barcelona?, ¿medio año? Antes me voy a fregar de casa en casa de día y de noche con mi avon. - Voy a hacer un poquito de dedos. - ¿De verdad que vas a ser capaz? - Como cada día, si supiera dónde has dejado mi trompeta... Esta mujer y su manía de esconderlo todo… como si no supiera de sobra que el instrumento no hay que perderlo de vista nunca. Estoy harto de decírselo. Rosa observó como Alejandro se alejaba de ella con su paso torpe y volvió a la cocina. Sabía que en el trayecto que separaba el salón del cuartito de estar, se le habría olvidado ya lo que buscaba y para qué lo buscaba. Así que, terminó de colocar el platito de lentejas, el vaso de agua, la servilleta, la cuchara y las medicinas en la bandeja. Ya eran casi las dos de la tarde.

miércoles, 25 de abril de 2012

CAPÍTULO 9. LOS VECINOS IMPARES. I Un otoño alemán.

Clementina alargó su mano temblorosa hacia el timbre de la puerta contigua. Ya sentía como sus mejillas ardían en un tono cereza. Lo único positivo de todo aquel suceso es que, aquella tarde le había costado un poquito menos de esfuerzo tender la ropa en el patio interior. Su cabecita había estado todo el rato tan inquieta dándole vueltas a la visita forzada al vecino… Sonó el ding-dong y su corazón latió con tal fuerza, que le preocupó que saliera disparado de su pecho. Unos segundo interminables y… por fin alguien abrió la puerta. - ¿Sí? - Buenas tardes.  - Buenas tardes.  - ¿Es… es usted Alfredo Velasco? - Si, dígame.  - Es que dejaron en mi buzón por equivocación este paquete que es para usted. Yo… vivo aquí, en la piso de al lado.  Alfredo Velasco era un hombre que aparentaba menos edad de la que tenía, tal vez entre cincuenta y sesenta años; más alto de lo que en realidad era; podría estar cerca del metro setenta; y menos inteligente de lo que parecía. Clementina no recordaba haberse cruzado nunca con él, ni en el portal, ni en las escaleras. Era delgado y llevaba unas gafas de pasta que hacían equilibrios sobre la punta de su nariz; por encima de ellas observó a aquel ser menudo que apretaba contra su pecho un paquete de cartón, con fuerza, como si intentara taponar con él una herida abierta. - Ah, muchas gracias, señorita. No sé porqué el nuevo cartero no se molesta en subirlo y entregarlo en mano. Es incorregible. Con Cristina nunca tuve estos problemas. Los paquetes siempre deberían entregarse en mano, ¿no cree? - Sí. - Se lo agradezco mucho. Lo que contiene este paquete es algo muy valioso, ¿sabe? Un auténtico manuscrito único. Así que, espere un momento, creo que merece una recompensa. - No, de verdad, no se moleste. - Insisto, señorita. Si no llega a ser por su urbanidad… Pase, por favor, a la biblioteca. Clementina, allí plantada en la puerta, sentía un ligero cosquilleo por las piernas y dar los pasos necesarios para entrar en la casa del vecino le iba a costar cierto esfuerzo, pero no tuvo valor para excusarse y volver a su casa. Lo que Alfredo Velasco llamaba “la biblioteca” no era más que un salón idéntico en dimensiones y distribución al suyo, de hecho se trataba del piso contiguo al de Clementina. No había un solo estante, balda o mueble que diera descanso a los libros; simplemente los cientos de volúmenes formaban montañas, algunas de más de un metro de altura, que se repartían aleatoriamente por la habitación, pegados a las paredes y entorno al sillón de piel que constituía el único mobiliario de la estancia. El vecino escrutó a través de sus gafas de concha algunas de las montañas. - Señorita… ahora es suyo. Clementina no se atrevió a preguntar, no se atrevió a abrir el cuaderno. - Muchas gracias. - Al contrario, señorita, gracias a usted. Ha sido muy amable. Quedo a su disposición para lo que necesite. Y ya me contará. - Sí, muchas gracias. - Me contará, ¿verdad? - Sí. - Estupendo. Que pase muy buena tarde, entonces. - Adiós. - Adiós, señorita. Perdone… no me ha dicho su nombre. - Clementina. - Encantado, señorita. Una vez en su espacio, a Clementina le faltó tiempo para abrir el cuadernito, pero antes tomó asiento en su sofá suponiendo que se trataría de leer; de leer y luego exponerle su opinión. Le gustó la idea de que alguien, por primera vez, contara con su opinión pero… ¿por qué ella?, ¿qué sabía ella? Es cierto que a Clementina le gustaba leer, sobretodo los cuentos, pero…Probablemente su vecino estaba interesado en conocer las impresiones del público general o…. algo así. Lo que descubrió al abrir el cuadernito es que todas las páginas estaban en blanco, todas excepto una frase escrita en la primera de ellas: “Un otoño alemán” como si fuera un título, pero… ¿el título de qué?. Clementina no entendía nada, ¿qué se supone que debería decirle al vecino?, ¿qué le contaría? Aquella situación inquietaba enormemente a Clementina y… no sabía que hacer. La noche ya había caído y algo de fresco comenzaba a notarse, de hecho ya estábamos a finales de octubre, la sesión de tarde de la filmoteca había empezado hace rato. Tampoco tendría hambre hasta mucho más tarde porque había comido con retraso, así que decidió dar un paseo por el parque; habría un montón de hojas secas por el suelo y le gustó la idea de caminar sobre ellas; así que Clementina se colocó su abrigo color calabaza y, aunque su cabecita siguió dándole vueltas al asunto del cuaderno titulado “El otoño alemán”, se marchó de casa.

sábado, 21 de abril de 2012

CAPÍTULO 8. LOS VECINOS IMPARES: Solo de trompeta.

Rosa se esforzaba en terminar de freír las rosquillas; porque desde que le hicieron la operación de la cadera, no llevaba muy bien estar mucho tiempo de pie. Pero lo que tenía todo el día era un nudo en el estómago. La comida no le pasaba desde hacía días, ni siquiera ese guiso de pasta con pimiento y zanahoria que aprendió de su suegra allí en Nador. Era como los fideos guisados que se hacía en su pueblo, pero ella lo hacía con macarrones, por eso de que era francesa, pensó siempre Rosa. Y ella lo hacía de tal manera que aguantaban estupendamente para la cena. Le echaba pimienta en grano y, aunque la pimienta no le hacía gracia a Rosa, siempre le gustó tanto a él, que no poner algunos granos, era como si él no contara ya en esa casa. Pero claro que él contaba, contaba tanto… La vida giraba entorno a él, a sus despertares, su apetito, sus ganas de hablar y, sobre todo, del año de sus vidas en el que amanecía. Había días tristes en los que él ni se inmutaba y había días mágicos en los que él vivía en los años en los que ellos eran unos recién casados que viajaban por Marruecos con la banda de un hotel a otro, él siempre pegado a su trompeta, fueran a donde fueran. Incluso las últimas veces que viajaron para pasar las navidades con el mayor, no había manera de que lo dejara en casa. Este hombre siempre ha sido muy cabezota. Es muy cabezota. Siempre en esta casa se ha hecho lo que él quería. Y luego también ha sido siempre muy celoso, hay cosas que no le gustaban y no podía ser. Ni en las bodas le gustaba que bailara con otros, ni con sus primos, o con un cuñado. Con nadie, ni siquiera con él, que no le gustó nunca bailar. Pero siempre hubo amor. A medida que Rosa sacaba las rosquillas de la sartén, las pasaba por un platillo donde tenía preparada una mezcla de azúcar fina con canela. Luego, las colocaba con mucho cuidado en una caja de lata, que después precintaría y empaquetaría afanosamente para acercarla a correos mañana, mientras estaba en casa la chica de la asistencia. Estaba deseando acabar y sentarse en el sofá un ratito al lado de él, que había estado todo el día sin abrir la boca. Por eso es que Rosa llevaba todo el día con ese nudo en el estómago.

miércoles, 18 de abril de 2012

CAPÍTULO 7. LOS VECINOS IMPARES. III La naturaleza de Clementina

En tres años nunca había faltado al almacén, pero no se atrevía a emprender el camino sabiendo que llegaría más de una hora tarde. ¿Qué iba a decirle a Blanca? Para Clementina excusarse diciendo que se había quedado dormida sonaba tan descabellado como contar la verdad. Entonces, después de unos minutos de indecisión y frío, mucho frío, tomó el camino de vuelta a casa. Sí, era lo mejor, llamar y decir que se había levantado con fiebre, cosa que no se alejaba tanto de la verdad puesto que empezaba a sentir un dolor puntiagudo en los riñones y en la espalda, y cierta flojera en las rodillas. Notaba las mejillas algo calientes; desde luego que estaban bien rojas, según pudo comprobar en el cristal de la tintorería de refilón al pasar, no estaba en absoluto color cereza. Por un instante, Clementina se alegró de sentir esa debilidad febril: así no estaría mintiendo. Esos escalofríos auténticos le serían de mucha ayuda a la hora de hablar con su jefa por teléfono.

Cuando se encontraba a dos portales de distancia del suyo, los escalofríos eran tan fuertes que la obligaban a andar a trompicones. Entró en el bar con la intención de sentarse unos minutos y tomar algo caliente.

Lo que no se esperaba Clementina es que el bar estuviera tan animado, de buena gana hubiera salido corriendo si sus piernas hubieran estado en condiciones de hacerlo. Todas aquellas personas en la barra rodeando su taza de café con ambas manos o afanados en sus tostadas de mermelada y mantequilla. Se dirigió a un pequeño hueco que había al final de la barra y la señora que trajinaba junto a la cafetera se dirigió inmediatamente a Clementina; tal vez porque su abrigo empapado color calabaza le llamó la atención o tal vez porque advirtió sus ojos febriles:

- Buenos días. Me pone...
- ¡Vaya enfriamiento que has cogido! Te voy a poner un café bien calentito ¡Leo!.
- No, no café no.
- ¿Prefieres un té? ¡Leeeeeo!
- Sí, un té.

Por fin Leo, que iba de mesa en mesa trayendo y llevando tazas, apareció junto a Clementina.

- Haz el favor de acercarle un taburete a la señorita, que no se encuentra bien y trae del botiquín un desenfriol.
- Es que... ahora mismo no hay ninguno libre.
- ¡Pues busca uno!, ¿no ves que necesita sentarse?

Leo se quedó un segundo mirando a aquella criatura menuda y de color naranja. Al instante, sin mediar palabra, echó las manos al taburete que ocupaba justo al lado de Clementina el señor Mariano, el de la gestoría. Se vio obligado a guardar el equilibrio sobre un pie y agarrarse fuertemente a la barra con la mano que le dejaba libre la taza de café, que en ese momento se llevaba a los labios y que acabó estampada en el suelo.

sábado, 14 de abril de 2012

CAPÍTULO 6. LOS VECINOS IMPARES. III Los colores de Leo.

A Leo le hubiera gustado esconder sus trastos de pintar en algún otro sitio. Aunque lo mejor hubiera sido subirlos directamente a casa, cualquier cosa antes de meterlos en la cocina de Clara; Leo ya sabía lo que le esperaba en cuanto su madre le viera cruzar con ellos la puerta, y así fue:

- ¡Hombre! El señorito por fin se digna a venir a ganarse el pan que se lleva a la boca. El pan y el pollo en pepitoria.
- Es que se lo llevé a Bernardo.
- A Bernardo.
- Le dije que le pagaría las clases de pintura de alguna manera.
- Pues dile a Bernardo que saque sus herramientas y vuelva a dedicarse a arreglar lavadoras, que es lo que ha hecho toda la vida; así es como la gente se compra su propio pollo.
- Él ya tiene otro trabajo, es pintor.
- Pues si lo le da de comer... no es un trabajo. Bueno, vamos a dejar la charla y sal a la barra. Yo ya marcho para casa. Ah, y dile a Bernardo que si quiere comer, que venga aquí, que no quiero que mis cacharros andes de la Zeca a la Meca.

Leo agachó la cabeza y salió a la luz blanquecina del salón del bar de la señora Clara por la puerta de la cocina que daba directamente al interior de la barra. Un salón cuadrado con media docena de mesas que ahora, en la tarde, permanecían vacías casi todo el tiempo. Sólo algunos parroquianos en la barra pasaban la tarde y la noche entre el soniquete del canal de televisión que emitía fútbol constantemente, las cañas de cerveza y los chistes reídos docenas de veces.
Como era una tarde de miércoles bastante anodina, sólo los parroquianos más resistentes ocupaban sus respectivos sitios en la barra. El señor Joaquín era el dueño del taller mecánico de la esquina, que ocupaba el loca contiguo al bar. Era un hombre de más de sesenta años, regordete, jovial y preguntón que bebía siempre vino tinto en copa alta de cristal; de hecho la suya, era la única copa alta que había en la cristalería de la señora Clara. Andaba siempre con traje y corbata y un fajo de billetes enorme en el bolsillo del pantalón, que aunque Leo veía cada día cómo lo sacaba y metía de su bolsillo, nunca dejaba de sorprenderle tal cantidad de dinero junto.
- Bueno, Leo, ¿qué andas pintando? Que ya me han dicho que eres artista.
- Sólo estoy intentando aprender.
- ¿Y qué pintas?
- El cielo.

Otro de los presentes, Víctor, aburrido de hojear el periódico del día anterior, se incorporó al interrogatorio.

- Pero si siempre estás pintando el cielo, ¿no? Ponme otra, anda.
- Es que es muy difícil, porque cambia a cada rato - tuvo que explicar Leo, mientras tiraba otra caña para Víctor.
- Joder, pos si esto todo azul. Podías hacer bodegones o, yo qué sé, paisajes. Pero. coño, sólo el cielo...
- Ponme a mí un vinito, anda. ¿No te gustaría hacer retratos? Antiguamente los pintores se ganaban bien la vida pintando a la gente. Y esos se están quietos, como pagan, quieren salir muy bien y se están muy quietecitos. A mí me gustaría tener uno. Si alguna vez te animas... te pagaría bien.
- Yo no creo que sepa, Joaquín, pero a lo mejor a Bernardo le podía interesar. Puedo preguntárselo.
- Ah, pues pregúntale cuánto me llevaría por un retrato. Bueno, mejor ya se lo pregunto yo cuando le vea por aquí.
- ¿Y qué vas a hacer con un retrato?, ¿colocarme en medio del taller?
- Oye, chaval...
- Te va a quedar de cine. Ahí, encima de los calendarios de las tías en pelotas, el retrato del fundador del Taller Mecánico Hermanos Gutiérrez.
- Un respeto, Víctor, un respeto.

Pero con Víctor, el encargado del supermercado que estaba la final de la calle, no era fácil llevarse bien. Apenas tenía un par de años más que Leo pero tenía esa picardía de los que han recibido muchos golpes de pequeño y se acostumbran a revolverse ante la menor amenaza, como en un movimiento reflejo, porque algo o alguien le había metido a fuego en su mollera que el que pega primero, pega dos veces.

Así era la rutina nocturna en el bar de la señora Clara para Leo: cañas, tapas, vinos y pocas comandas para la cocina, afortunadamente para Leo que, a pesar de haberse criado entre fogones todavía no tenía ni idea de cocinar.

miércoles, 11 de abril de 2012

CAPÍTULO 5. LOS VECINOS IMPARES. Violeta y Ámbar.

Violeta Robles salió del sopor del que llevaba presa toda la mañana cuando eran casi las dos de la tarde. Lo supo porque por de la terraza de la cocina, se escurrían hasta el fondo de la casa los olores de los guisos de toda la escalera. También porque justo debajo de su ventana escuchó el chirrido del cierre metálico de la panadería. Toda la mañana había estado escuchando también, entre sueños, el repìqueteo de la lluvia sobre el tejadillo metálico de la terraza; la lluvia y la matraca de autobuses que pasaban por la avenida sin dejar fluir tranquila el agua de la calzada hacia las alcantarillas. Tal vez habría dejado la puerta abierta y, si el gato no estaba por allí, bien tumbado en la almohada peinando con sus zarpas los mechones de su pelo desparramado o sobre su barriga adormilado, era porque se había vuelto a escapar. ¿Qué gato en sus cabales saldría con el agua que había estado cayendo?

Podía distinguir el olor algo rancio del cocido que cada jueves preparaba Esperanza, la fritanga de los filetes rusos de Inma, que era lo único que comían sus chiquillos con cierta solvencia, cosa de la que ella misma se quejaba insistentemente en esas conversaciones de tendedero cargadas de una falsa familiaridad.

Violeta decidió incorporarse de la cama. Fue el hambre lo que la animó. El hambre y la curiosidad por saber si el gato estaría adormilado encima de la ropa limpia, como era su costumbre, o si estaba tan fuera de sus cabales como para haberse escapado. El salón permanecía en esa penumbra tristona y grisácea de los días nublados; los platos de la cena y algún vaso sobre la mesita baja. Allí en la terraza las puerta estaba entornada, así que se disiparon todas sus dudas; se vistió con una rapidez inusual en ella desde hacía unos cuantos días y sin pensarlo dos veces cogió el llavero de los peces y marchó a la calle en busca de Ámbar.

Hacía rato que había dejado de llover, pero el cielo estaba muy muy oscuro, como si se fuera a hacer de noche. Se limitó a caminar despacio hasta completar una vuelta a la manzana, después se sentó en uno de los bancos que en hilera recorrían la calle, en el próximo a su portal. Decidió quedarse allí sentada, esperando, al menos mientras no lloviera. Ella era muy buena esperando.