martes, 5 de junio de 2012
CAPÍTULO 18. LOS VECINOS IMPARES: III Violeta y Ámbar.
Tras pensar por unos segundos a dónde llamar, Violeta marcó el 112 en el teléfono y esperó sin tener demasiada esperanza de que su boca fuera capaz de emitir algún sonido inteligible cuando alguien respondiera al otro lado del cable. Después de tres tonos, alguien al otro lado: “Urgencias 112, dígame”. Y Violeta: “le llamo de la avenida Cerro del Águila, nº 16. El vecino me ha venido a avisar porque cree que… bueno, creo que su mujer… ha fallecido”. Si bien a Violeta le parecía que había sido todo un éxito el arranque, después la operadora le amedrentó preguntándole detalles que ella no podía facilitar; “cómo ha sido”, “qué edad tiene la paciente”, “cuánto lleva sin respirar”, “¿ha visto se presenta signos de violencia?”, “el marido de la paciente, ¿estaba con ella cuando ha perdido el conocimiento?”, “¿ha intentado reanimarla?”. Y Violeta, intentando guardar la calma, no por ella, sino más bien por el anciano que observaba desde el salón con atención: “verá, son dos personas muy mayores y el marido está desorientado, creo que hasta me confunde con su mujer, aunque le ponga al teléfono, no creo que él pueda responder a nada”. La operadora no parecía muy conforme con las explicaciones de Violeta, así que guardó silencio durante unos segundos y, finalmente, como si cediera ante una petición caprichosa, como si aquella situación que había descrito Violeta hubiera ablandado su estricta aplicación de la normativa vigente, indicó que enviaba una ambulancia al instante.
Violeta colgó el auricular y volvió a acercarse al anciano, fue ahora él quien inmediatamente tomó las manos de ella.
- ¿Qué te han dicho?, ¿la podremos enterrar aquí, Rosa?
- Sí, no te preocupes. Ellos vienen ahora y se encargan de todo.
- ¿Y mis hermanos? Qué raro que no hayan llegado todavía. ¿Y si están en la estación esperándome?
- Seguro que ya no tardan.
- Ahora cuando solucionemos lo de los papeles y vengan tus padres, me acerco a la estación a ver si es que llegan con retraso. Si es que no están acostumbrados a viajar y… con el disgusto… Qué pena, Rosa, que ya se ha ido mi madre.
El anciano volvió a llorar sin soltar las manos de Violeta quien, allí de rodillas frente a aquel hombre empezó a sentir cómo las lágrimas también ardían en su cara.
El escándalo de la ambulancia ya a la altura del portal cortó el llanto de Violeta. Se asomó por la terraza del cuarto de estar, el enfermero que bajó antes del vehículo la vio hacer una señal con la mano y decir, en voz no muy alta o a gritos, Violeta no supo cómo lo dijo: “es aquí”. Tras el bullicio de la ambulancia y el grito o no de Violeta, se sucedió el ruido de las correderas de las ventanas que se abrían aquí y allá en la fachada porque los vecinos querían saber. Violeta zafó sus manos de las del anciano para abrir la puerta de entrada al médico y a los enfermeros. En el quicio de la puerta de su casa, Ámbar permanecía sentado, lamiéndose las patas con desgana esperando a que se sucedieran los acontecimientos de los que se sabía espectador de excepción.
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