martes, 19 de junio de 2012

CAPÍTULO 22. LOS VECINOS IMPARES. IV Violeta y Ámbar.

A Violeta le costó bastante dar con las llaves del coche, y más aún con Ámbar saltando de su hombro a los cajones del aparador, del aparador al mueble de la entrada y de ahí otra vez de vuelta al hombro de Violeta. Con su actitud juguetona parecía estar mofándose del carácter desordenado de su dueña. ¿Y si el coche ni siquiera arrancaba? No recordaba cuándo fue la última vez que lo movió. Tal vez fuera en agosto, cuando hicieron juntos aquel estúpido viaje. Entonces se dio cuenta de que, probablemente, las llaves siguieran en el bolso de loneta que solía usar en verano. Aún no sabía por qué se había ofrecido a ir al aeropuerto a buscar a aquel desconocido. De alguna manera, se había sentido obligada a ello tras haberle dado la noticia de la muerte de su madre. Ella y sólo ella le había sacado de la rutina de un día como cualquier otro con su llamada. Desconocía la relación que aquel hijo tenía con su madre, y aún así sintió que el hecho de que alguien estuviera esperándole en el aeropuerto y le acompañara después al tanatorio, podría consolarle a él y redimirla a ella, la mensajera de la noticia. “Los médicos que vinieron en la ambulancia han dicho que ha sido un fallo cardiaco. Le han tenido que haber dado varios infartos en los últimos días” ¿Quién era ella para pronunciar esas palabras?, ¿quién era ella para formular ese reproche? Al fondo del armario, dio con el bolso y, en su interior, las llaves del coche. Cogiendo al vuelo la chaqueta que esperaba paciente desde hacía muchos días en el perchero de la entrada, Violeta cerró la puerta de la calle tras de sí dejando a Ámbar allí, sentada sobre sus patas traseras y mirando fijamente la puerta que se acababa de cerrar, a la espera del regreso con noticias. Y dos calles más allá, Violeta consiguió arrancar su pequeño coche rojo metalizado. Y tomó la vía de circunvalación dirección al aeropuerto que a esas horas, cerca de las once de la noche, presentaba un tráfico inexistente. Por primera vez en el día desde que se habían desatado los acontecimientos y ahora que conducía después de tanto tiempo, pensó: qué incómodo aquel último viaje junto a él, qué horrible la lentitud del coche a su lado. Aquella lacónica conversación que consistía en enlazar una queja con la siguiente: las maletas demasiado grandes, demasiado pesadas, la hora de salida demasiado tarde y con demasiado calor. El hotel horriblemente lejos del centro y caro para ser una habitación tan pequeña. Y volver a casa, al “hola, amor” tras el trabajo, al irritante sofá demasiado blando, a la ropa de cama doblada a medias una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez.

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