domingo, 13 de mayo de 2012

CAPÍTULO 13. LOS VECINOS IMPARES: IV Los colores de Leo.

- ¿Eso dijo tu madre? Al fin y al cabo tiene razón, los cacharros son sus herramientas de trabajo y merecen un respeto. - Pero no tiene que preocuparse, porque también me ha dicho que puede venir a comer o a cenar siempre que quiera. Sin pagar, claro. - Pero, ¿cocinarás tú? - Bah, yo sólo sé fregar, poner cañas, poner cafés y…poco más. - Bueno, dile a tu madre que se agradece, pero no tendré que preocuparme durante una temporadita por los cuartos: llevan tiempo interesados en adquirir un par de cuadros míos y… por fin se decidieron. La Real Academia de las Artes. - ¿Va a ver dos cuadros suyos en la Real Academia de las Artes? Pero eso suena muy importante. ¿Se pueden ir a ver?, esa academia, ¿qué es, como un museo? - Bueno, no significa nada, la academia siempre está realizando nuevas adquisiciones para su colección, nada más. - ¿Y qué cuadros les ha vendido? - Bah, dos aguamarinas que pinté hace mucho tiempo y que siempre le gustaron a mi amigo Anglada. - Cuánto me alegro, Bernardo. Además, estando allí los verá mucha gente, nunca se sabe. - Si, nunca se sabe. Vamos, Leo, a trabajar, que se te va la luz. Así que Leo, abrió su maletín y comenzó a esparcir todas sus pinturas y pinceles en el parque, en un montículo de césped sobre el que Bernardo y él quedaban todas las tardes. Desde allí no había una vista especialmente bella: una autopista y mucho cielo, eso sí. Ahora que había empezado a intuir algunos avances, con bastante esfuerzo, eso sí, había retomado con muchas ganas las clases con Bernardo. Lo que encontró Leo en el maletín era algo que nunca hubiera esperado: su madre le había metido un paquetito de papel de plata que contenía casi una docena de unas palmeritas de hojaldre que doña Clara tenía mucha afición a hacer. - Primera me regaña por sacar comida del bar y ahora… me esconde la merienda en el maletín como si fuera un niño. Se lo echaría ahora mismo a los pájaros si no fuera porque le han salido riquísimas. Pruébelas, Bernardo, le van a gustar. - No, muchas gracias. - De verdad, Bernardo, tiene que probarlas. - He comido hace apenas una hora, pero… bueno… ya que insistes. Vamos, Leo, pinta. Luego dices que cómo vas a pintar el cielo si cambia todo el rato… - Sí, es muy difícil, pero sé que se puede hacer. - Vaya, ¿ese cambio tan repentino? - Es que el otro día… - Están deliciosas, Leo. ¿Las hace tu madre? - Si, las hace ellas, casi todos los días. - ¿El otro día…? - ¿Qué? - Que qué me decías del otro día. - Nada. Pero aquel “nada” de Leo era uno de esos nadas que son un todo. Porque desde días atrás, justo desde el momento en que atravesó la puerta de la casa de Clementina y pudo contemplar aquel cielo casero y dócil que ella atesoraba en su cuarto de estar, se sentía libre, como salvado, pero también había algo que le asustaba tanto… aunque todavía no sabía bien qué era. Leo sí sospechaba que ese temor que estaba enganchado a su estómago, tenía algo que ver con el instante en que tuvo que despojar a Clementina de parte de su ropa. También se vio obligado a manipular aquel cuerpecito febril para meterlo en la cama y, mientras lo hacía, Leo soñó una vida entera junto a Clementina. Bernardo, aunque según decía acababa de comer, engulló los hojaldres de doña Clara en lo que Leo tardó en plantar varios pegotes de pintura en su paleta: azules, grises, blanco y negro; también algo de naranja, porque el sol comenzaba a desprenderse del cielo.

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