domingo, 27 de mayo de 2012

CAPÍTULO 16. LOS VECINOS IMPARES. III Un otoño alemán.

Alfredo Rudel, en su butaca hacía un buen rato que no conseguía concentrarse en su trabajo y era algo anómalo, muy anómalo en él. Desde que había dado las cuatro de la tarde, lo único en lo que ponía atención era en escuchar el ruido de la puerta de al lado. Llevaba días esperando a que Clementina llamara a su timbre y le dijera algo del nuevo material que le entregó días atrás. Su ansiedad crecía por momentos. Nadie como él sabía lo difícil que era encontrar buenos colaboradores, auténticos colaboradores. Había tenido muchos a lo largo de su carrera. Primero estuvo Celeste con su fe ciega en él. Tan abnegada en su labor, tan rubia, tan risueña y linda. Se sentaba junto a la única ventana de la única habitación de aquel piso minúsculo y triste desde el que no se veía el mar, a pesar de estar tan cerca y leía durante horas y horas en la tarde las páginas que él escribía de noche. Celeste, siempre joven. Luego llegó el desamor, la ginebra con tónica, los hoteles de cinco estrellas, los derechos de autor, las ventas, las firmas, las entrevistas en los suplementos dominicales. O, ¿todo empezó con aquel cuento? Querido Roberto: Espero que te encuentres cómodamente instalado en el viejo caserón y, sobre todo, que te sientas en él como en tu propia casa. Te recuerdo que si tienes algún problema con la calefacción o con cualquier otra cosa, no dudes en decírselo al señor José: él es el único que entiende esa vieja caldera. Yo, por mi parte, tengo que decir que he encontrado delicioso tu apartamento. Es casi como lo había imaginado. Me gusta porque está situado en una calle concurrida y, sin embargo, la vista de los tejados que disfrutaba desde el estudio era tan apacible. Cada edificio se me antojaba un hierro magnético del que me atraían los dos polos: por un lado los portales, los bares y tiendas de barrio de los que la vida sale a borbotones y por otro, los sugerentes tejados, ensartados de antenas y alcanzados sólo de refilón por algún grito doméstico o sintonía televisiva. Sin embargo, no creo que pueda permanecer en él el tiempo convenido. Créeme, las tres primeras semanas trabajé de firme en la traducción. Aprovechaba las mañanas para leer, dormir, hacer la compra, cocinar, pasear… en fin hacer todo aquello que no fuera traducir, actividad a la que me entregaba desde las dos o las tres de la tarde hasta la puesta del sol. Sólo entonces paraba, abría la ventana del estudio y observaba cómo la oscuridad caía sobre los tejados. Y sólo cuando la oscuridad de la noche se había habituado a las luces de las farolas y de las cocinas, cerraba la ventana y cenaba para después continuar con mi trabajo hasta bien entrada la madrugada. Fueron veintidós días maravillosos. Las palabras saltaban de un idioma a otro y encajaban perfectamente como las piezas de un puzzle. Un gran puzzle que no me ofrecía ninguna resistencia hasta que el vigésimo tercer día llegué a aquella maldita expresión. Consulté en todos mis diccionarios, desde el último Vox actualizado al vetusto Rafael Reyes y no había manera de dar con la palabra o expresión castellana que englobara aquellas dos palabritas que se levantaban como un muro infranqueable: “boiteux turbulent”. Fue entonces cuando caí en la debilidad. Abrí decidido mi maleta y, sin causar el menor desorden –haciendo gala de ese falso control que me caracteriza- busqué un paquete de cigarrillos, ése que llevo siempre conmigo para demostrar que sólo fumo cuando quiero, no porque lo necesite. Volví rápidamente al estudio, abrí las ventanas e infligí profundas caladas al cigarro mientras creía ver saltar a los gatos en los tejados. Pero eran gatos demasiado grandes, demasiado voluminosos, con unas extrañas protuberancias en el lomo. Cuando terminé mi cigarro, comencé a observar a aquellos animales con más atención y me di cuenta de que no se movían como gatos, sino que más bien andaban sobre dos patas, aunque con dificultades. También advertí que aquella protuberancia de su espalda no era otra cosa que un suerte de bolsa marsupial en la que transportaban no sé qué cosa. Del grupo de seis u ocho individuos, algunos se deslizaron por las chimeneas, otros se asomaron a las ventanas superiores de los edificios y uno de ellos, percatándose de mi presencia, se giró sobre sí mismo y comenzó a mirarme fijamente. No sé cuanto tiempo estuvieron sus ojos clavados sobre los míos, sólo sé que eran negros, pequeños y que tenían algo que me atraían, una suerte de perversidad. Cuando se cumplió ese tiempo indeterminado, aquel ser más parecido a un simio que a un gato, guardó algo en su bolsa marsupial y desapareció de un salto. Yo, en cuanto pude salir de la estupefacción, cerré la ventana y salí a toda velocidad por la puerta del apartamento en busca de un trago que celebrara la seductora perversidad de aquella mirada. Y desde aquel día vigésimo tercero no he dejado de salir ninguna noche a beber. En realidad debía decir ninguna tarde, pues si bien las mañanas las aprovecho para leer, dormir, hacer la compra, cocinar, pasear… en fin hacer todo aquello que no sea estar de vaso en vaso, bebiendo y departiendo con todos los que me encuentro en este círculo, actividades a las que me entrego desde las dos o las tres de la tarde hasta el amanecer. Y es por esto por lo que debo abandonar tu apartamento y esta ciudad. Pensé que dejar atrás por un tiempo mi casa y mi pueblo me beneficiarían y conseguía reforzar mi frágil voluntad, sin embargo ésta parece haber cumplido su amenaza y haberse quebrado en mil trozos o… simplemente haber sido sustraída. Por todo lo expuesto, espero que puedas comprender y disculpar que desee quebrar el compromiso que adquirí contigo y tengas a bien abandonar mi caserón lo antes posible. Por mi parte, salgo hoy mismo hacia mi pueblo y me instalaré en la pensión de la Plaza de los Cuatro Caños hasta que estés listo para volver a la ciudad. Sin otro particular, un afectuoso saludo. Aquel relato publicado en un diario y que “ponía de manifiesto la rebuscada pobreza de su autor”, según la crítica, fue el principio del final. Así que, Celeste se quedó en la ventana intentado ver el mar, aunque sólo fuera de lejos y un solo trocito emborronado con el azul del cielo. Así pensaba que habría permanecido durante todos estos años: siempre joven y siempre mirando junto a la ventana. Qué simpleza la suya. Pero ninguna como Celeste. Ninguna. ¿Dónde estará?, ¿qué estará haciendo?. Últimamente, todos los días, en algún momento, Alfredo se hacía esas preguntas. Ayer fue mientras colocaba las toallas limpias en el armario, y antesdeayer cuando se calentó un poco de café a media tarde y el día de antes, por la noche, cuando cayó rendido de sueño en su butaca. Eran cerca de las cuatro de la mañana cuando se despertó sobresaltado, la lluvia caía fuera con fuerza y empezó a sentir frío y entonces recordó a Celeste con su chaqueta de lana de grecas en blanco y azul con grandes botones de madera. Y ya no pudo dormir de nuevo hasta que los ruidos de las puertas empezaron a abrirse para cerrarse con fuerza, y luego zapatazos acelerados bajando escaleras, los autobuses por la avenida y la rutina de cada mañana que arrancaba fuera, le trajo de nuevo a su mundo irreal.

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