jueves, 17 de mayo de 2012

CAPÍTULO 14. LOS VECINOS IMPARES. II Un otoño alemán.

Clementina empezaba a sentirse mejor, mucho mejor. Muchos caldos, muchos zumos y mucho descanso, era todo lo que le había recetado don José Luis por teléfono. Como ella lo había cumplido al pie de la letra, el domingo amaneció con ganas de salir a pasear. La mañana estaba fría pero lucía ese sol de otoño que, no calienta, pero sí anima. Mientras preparaba su ropa antes de meterse en la ducha, recordaba haber soñado mucho los días de atrás: el cuaderno de tapas negras tirado en medio de la acera y empapado bajo la lluvia, que ella trataba de proteger con una sombrilla de papel de esas pequeñitas que ponen en los cócteles en las películas. Y una pesadilla que se había repetido varias veces era una en la que estaba dentro de una taza gigante de té pero, a pesar de que humeaba, no podía parar de tiritar de frío. Y luego, en otro sueño, caminaba con dificultad apoyando todo el peso de su cuerpecito en otro cuerpo más grande, hasta llegar a unas escaleras muy empinadas. Y una sensación agradable de unas manos grandes y cálidas que tocaban sus brazos y sujetaban su cabeza por la nuca. Y ya no recordaba cómo seguía. Cosas de la fiebre, nada más. Clementina que estaba preparada para salir de paseo, pero por miedo a volver a recaer, volvió a la cocina y tomó un segundo zumo de naranja antes de salir de casa y también, decidió meter un pequeño paraguas en su enorme bolso color azafrán. Así, aunque de repente el sol se escondiera detrás de las nubes más negras y se pusiera a llover a cántaros, ella estaría preparada. Justo cuando salía de casa, intuyó el ruido de la cerradura de la puerta de al lado y antes de que Clementina pudiera evitar el encuentro de alguna manera, bien volviendo a entrar en casa o bien volando escaleras abajo, ya estaba frente a ella Alfredo, sonriente, con sus gafas de pasta en equilibrio sobre el caballete de su nariz. - Buenos días, señorita Clementina. - Buenos días. - Justo en este momento iba a su casa. Tengo curiosidad por que me cuente. ¿Qué?, ¿qué le pareció?. - Pues… - Bueno, igual tiene prisa. - Sólo iba a dar un paseo –respondió Clementina, incapaz de inventar un pretexto ni siquiera para disolver aquella tertulia de rellano para la que no estaba preparada. Le hubiera gustado ensayar qué decir a Alfredo, llegada la situación, pero con la fiebre… no había tenido ocasión ni energía para hacerlo; ésa era la pura verdad. - Oh, no me diga que no ha tenido tiempo de ver mi regalo. - Sí, sí que lo he visto, Lo que pasa… - No le ha gustado. - No, no. Quiero decir, sí, sí que me gustó, pero es que he estado enferma y… - Vaya, entiendo- le interrumpió Alfredo con la cabeza baja como con aire decepcionado-. En cualquier caso es sólo un boceto, ya sé que igual… debería darle otra vuelta, ¿verdad?. - Pienso que es…. que es bonito. - ¿Le pareció bonito?. - Bueno… yo no sé muy bien qué es. Quiero decir… entiendo que es un título, ¿no? - Exacto, señorita. - A mí me pareció… no sé- añadió Clementina observando de reojo el tramo de escaleras por el que le anhelaba volar hacia el portal. - No, dígame, por favor. - Bueno, es que es una tontería- y las mejillas de Clementina empezaban a tomar el tono cereza de los días de mercado. - Yo no creo que vaya a decir ninguna tontería. - Creo que… debe ser una historia que empiece en algún parque, con estrechos caminos de arena entre explanadas de césped cubierto de hojas secas, todo lleno de colores naranjas, ocres y marrones. Y árboles, muchos árboles, muy altos y muy viejos. Bueno, a lo mejor no es un parque sino… un cementerio. De repente, Alfredo se quedó muy serio, y observó a Clementina sorprendido y deslumbrado, cosa que la asustó un poco, sino fuera porque, a veces, las compañeras del almacén la miraban igual cuando les localizaba alguna referencia en los estantes que ellas antes habían revisado una y otra vez. - Señorita, ¿usted es del oficio? - ¿Cómo? - Sí, quiero decir que si usted también es escritora. - No. - Pues lo hace muy bien. Bueno, quiero decir, es evidente que no usa la misma técnica que yo, eso es una originalidad mía- sonrió Alfredo intentado demostrar cierta humildad, que no consiguió transmitir. - Es lo que se me ocurrió cuando lo leí. - Ya, entiendo. Entonces, ¿tiene algún inconveniente en apuntar en el cuaderno lo que ha dicho ahora mismo?. - Puedo hacerlo, pero ahora me tengo que ir. - Sí, sí, claro. Perdone. Que pase un bien día señorita. - Gracias. Adiós. - No, mil gracias a usted. Si no le importa, me gustaría que leyera otras obras mías, si para usted no es mucho inconveniente. - ¿Yo? - Si, claro, usted. No tiene inconveniente, ¿verdad? - Bueno. - ¿Sí? Gracias de nuevo, mil gracias. No la entretengo más. Hasta luego, señorita. Clementina por fin, voló por las escaleras hacia el portal y cuando finalmente puso el pie en la calle, sus mejillas agradecieron el fresco de la mañana de domingo. Eran algo más de las diez de la mañana y Clementina avanzaba decidida hacia el final de la calle, a la parada del bus. No tenía nada claro hacia dónde iba pero, fuera cual fuera ese sitio, estaba resuelta a llegar a él.

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