sábado, 23 de junio de 2012
CAPÍTULO 23. LOS VECINOS IMPARES. IV Un otoño alemán.
Clementina llegó al recinto vallado con su explanada delantera de cemento donde se ubicaba la biblioteca pública. Una hilera de decenas de “U” invertidas esperaban pacientemente desde hacía años a usuarios en bicicleta, mientras ya caía el sol, seguro que la formación de vocales cabeza abajo, pensaba: “nada, hoy tampoco”.
El edificio era tan moderno y acristalado, que para acceder a la sala de lectura y los pasillos de libros, había que subir una sería de rampas que crujían en algunos tramos.
Dado que era viernes por la tarde y el curso académico no había hecho nada más que empezar, en la sala de lectura había pocas sillas ocupadas: algún jubilado que pasaba la tarde hojeando grandes volúmenes de arte o geografía intentando, tal vez, ubicar la historia y localización de su pueblo natal, y algún estudiante de segundo curso de biología al que todavía le duraban los buenos propósitos que se había fijado para el nuevo año académico. A los jubilados, los bibliotecarios no les dejaban que, una vez consultado un volumen, lo quisieran volver a poner con su mejor voluntad en la estantería de donde lo habían cogido; así que les recordaban siempre que los dejaran en los carros que había repartidos por la sala, porque nunca los volvían a poner en su sitio exacto.
A pesar de que había unos cuantos ordenadores en los que se podía localizar exactamente el pasillo y estante donde estaba cada libro de la biblioteca, Clementina prefería siempre abrir los estrechos y largos cajones de los archivadores de madera e ir pasando una a una las fichas, en este caso las correspondientes al cajón “TÍTULOS O-P”. Y allí dio con un nombre: DAGERMAN, Stig, la pista definitiva.
martes, 19 de junio de 2012
CAPÍTULO 22. LOS VECINOS IMPARES. IV Violeta y Ámbar.
A Violeta le costó bastante dar con las llaves del coche, y más aún con Ámbar saltando de su hombro a los cajones del aparador, del aparador al mueble de la entrada y de ahí otra vez de vuelta al hombro de Violeta. Con su actitud juguetona parecía estar mofándose del carácter desordenado de su dueña.
¿Y si el coche ni siquiera arrancaba? No recordaba cuándo fue la última vez que lo movió. Tal vez fuera en agosto, cuando hicieron juntos aquel estúpido viaje. Entonces se dio cuenta de que, probablemente, las llaves siguieran en el bolso de loneta que solía usar en verano. Aún no sabía por qué se había ofrecido a ir al aeropuerto a buscar a aquel desconocido. De alguna manera, se había sentido obligada a ello tras haberle dado la noticia de la muerte de su madre. Ella y sólo ella le había sacado de la rutina de un día como cualquier otro con su llamada. Desconocía la relación que aquel hijo tenía con su madre, y aún así sintió que el hecho de que alguien estuviera esperándole en el aeropuerto y le acompañara después al tanatorio, podría consolarle a él y redimirla a ella, la mensajera de la noticia.
“Los médicos que vinieron en la ambulancia han dicho que ha sido un fallo cardiaco. Le han tenido que haber dado varios infartos en los últimos días” ¿Quién era ella para pronunciar esas palabras?, ¿quién era ella para formular ese reproche?
Al fondo del armario, dio con el bolso y, en su interior, las llaves del coche. Cogiendo al vuelo la chaqueta que esperaba paciente desde hacía muchos días en el perchero de la entrada, Violeta cerró la puerta de la calle tras de sí dejando a Ámbar allí, sentada sobre sus patas traseras y mirando fijamente la puerta que se acababa de cerrar, a la espera del regreso con noticias.
Y dos calles más allá, Violeta consiguió arrancar su pequeño coche rojo metalizado. Y tomó la vía de circunvalación dirección al aeropuerto que a esas horas, cerca de las once de la noche, presentaba un tráfico inexistente. Por primera vez en el día desde que se habían desatado los acontecimientos y ahora que conducía después de tanto tiempo, pensó: qué incómodo aquel último viaje junto a él, qué horrible la lentitud del coche a su lado. Aquella lacónica conversación que consistía en enlazar una queja con la siguiente: las maletas demasiado grandes, demasiado pesadas, la hora de salida demasiado tarde y con demasiado calor. El hotel horriblemente lejos del centro y caro para ser una habitación tan pequeña. Y volver a casa, al “hola, amor” tras el trabajo, al irritante sofá demasiado blando, a la ropa de cama doblada a medias una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez.
domingo, 17 de junio de 2012
CAPÍTULO 21. LOS VECINOS IMPARES. VII Los colores de Leo.
Los viernes, los clientes que comían en el bar de la señora Clara acudían pasadas las tres de la tarde y alargaban la sobremesa con cafés y licores de hierba. Entre el ruido de la cafetera, se coló la sirena de una ambulancia y luego de otra. Ambas se detuvieron dos portales más allá, justo enfrente del de Clementina, por eso Leo no pudo evitar asomarse a la puerta del bar, eran casi las cinco de la tarde y había cierto trasiego de madres y niños que volvían del colegio y de señoras que tiraban del carro de la compra hacia el mercado. Pero nadie puso mucha atención a las ambulancias: en ese tramo de la avenida vivía mucha gente mayor, así que no era extraño verlas llegar a toda prisa con su escándalo de luces y sirena, dejando un rastro de perros aulladores, y marchar en silencio.
- Leo, que dicen los del taller mecánico, que si no les vas a invitar a una ronda.
- ¿Eh?
- Los del taller, que como es viernes y muchos viernes les invita tu madre…
- Sí, Nata, ponles una ronda.
- ¿Qué ha pasado?
- No sé.
- Oye, Leo.
- Qué.
- Que por qué no te vienes luego conmigo a un concierto.
- No sé, Nata.
Leo continuaba allí apostado en la puerta del bar, sin quitar ojo al portal de Clementina, sin prestar la mínima atención a la voz de su prima.
- Joe, te podías venir. Si te lo vas a pasar guay con mis amigos.
- Ya.
- ¿Oye?
Nata, que no se conformaba con las respuestas vacías de Leo, salió con energía a la calle y se puso enfrente de su primo.
- Leo, ¿te vas a venir, entonces?
- ¡Que no sé, Nata, ya veré cuando recojamos!
En ese momento, cuando Leo ya se disponía a reanudar su trabajo en el interior del bar, se apostó justo detrás de las ambulancias una patrulla de policía. Ahora sí que algunos vecinos empezaban a interesarse por el suceso y se arremolinaban junto al portal o se asomaban por las ventanas aquí y allá. Y justo entonces, cuando ya Leo se disponía definitivamente a abandonar su vigilancia, ella salió del portal, pero no en camilla, no, sino más bien primero azorada y luego con prisa de zafarse de la vista de los viandantes y vecinos curiosos. Clementina se perdió calle abajo.
Leo volvió al otro lado de la barra y mientras colocaba sobre la bandeja los vasos de chupito y la botella de licor, sonrió pensando en Clementina saliendo del portal. Aquella noche, cuando ya estuviera todo el bar recogido, tendría por delante todo el tiempo del mundo y toda la cocina para él. ¿Cuál sería la comida favorita de Clementina?.
jueves, 14 de junio de 2012
CAPÍTULO 20. LOS VECINOS IMPARES. VI La naturaleza de Clementina
Los días se iban haciendo cada vez más cortos, pero como Clementina llegando el frío salía menos de paseo por las tardes; cuando no se quedaba en el almacén a hacer horas, se le hacía eterna la espera de la llegada de la hora de la cena. Así que esa tarde, haciendo gala de su naturaleza disciplinada y responsable, la pasó escribiendo en el cuaderno titulado Un otoño alemán de Alfredo Velasco aquello que recordaba haberle contado en el rellano.
Tuvo serias dudas respecto a si sería mejor escribir con bolígrafo o con lápiz. De hecho, si no le hubiera parecido tan embarazoso, habría llamado al timbre de la puerta contigua para preguntárselo directamente a su vecino. Después de recorrer la casa de punta a punta varias veces mientras buscaba sus lápices y bolígrafos, se lavaba las manos en el baño, iba a la cocina a llenar un vaso hasta el borde de zumo de naranja, decidió que lo mejor sería escribir en folio aparte que le entregaría junto al cuaderno intacto.
Y por fin Clementina se sentó y escribió. Escribió como si sólo tuviera que rememorar. Empezó describiendo un antiguo cementerio en alguna pequeña ciudad alemana, explanadas llenas de estrechos caminos de tierra cubierta por las hojas secas de árboles muy muy viejos que parecen estar ahí junto a las tumbas para acompañarlas. Apenas ha amanecido y hay una ligera niebla y entre las lápidas, a lo lejos, se distingue una figura grisácea, alguien tal vez llegado de lejos exclusivamente para visitar aquel lugar, aquella tumba tan similar a las demás.
Clementina se sorprendió de que las palabras escritas por su vecino le sugirieran aquello que había escrito con su letra redondeada y en renglones tan derechitos que siempre se esforzaba en hacer. ¿Por qué un cementerio? Ella ni estaba familiarizada con esos lugares ni sentía ninguna atracción tampoco. ¿Qué es lo que le había llevado a describir ese sitio? Ella ni siquiera conocía Alemania. ¿y por qué esa figura?, ¿quién era?.
Se recostó en la silla y mientras se bebía el zumo decidió que lo mejor para despejar aquellas dudas sería investigar.
domingo, 10 de junio de 2012
CAPÍTULO 19. LOS VECINOS IMPARES: VI Los colores de Leo
La noche anterior la señora Clara se sintió cansada y con fuertes dolores de estómago. Antes de que fuera más tarde, a las once de la noche, llamó a su sobrina Nata para que al día siguiente ayudara a Leo en el bar. Nata, hija del hermano de la señora Clara, estudiaba en la universidad; así que, trabajar días sueltos siempre le venía bien: se libraba de la rutina de las clases y le proporcionaba algo de dinero que gastaba en cosas como bolsos baratos de plástico, salidas nocturnas y tatuajes, todo aquello que horrorizaba a sus padres.
Leo entró por la cocina del bar con las bolsas de la carnicería sin una idea muy precisa de cómo debía sentirse tras el encuentro que había tenido con Clementina en el mercado. ¿Debía estar contento por haberla vuelto a ver?, ¿triste por la escueta conversación que habían mantenido?, ¿eufórico porque ella le tomó de la mano? Leo tuvo que dejar esta confusión aparcada al instante porque allí estaba su madre con el rostro algo más pálido de lo acostumbrado y sus ojos grises algo más brillantes de lo normal pero... allí estaba preparando el adobo del pescado para el menú del día siguiente.
- ¿Has traído el magro para hacerlo con tomate?
- Pero mamá, ¿no te ibas a quedar en casa?
- ¿Y quién preparada el menú de mañana? Además, ya estoy mejor.
- ¿Qué te ha dicho el médico?
- Nada, los médicos siempre dicen lo mismo. Vamos, guarda lo que traes, ponte un delantal y ven para acá, que me vas a empezar a ayudar de verdad.
- ¿Cocinar?
- Sí, cocinar. Esto no debería ser difícil para tí.
- Ya sé que te lo habré visto hacer cien veces pero...
- Bueno, pues ya es hora de que empieces a ponerle atención.
- Pero...
- Deja de poner "peros" y empieza.
Y Leo se puso un delantal por primera vez. Y se colocó junto a su madre frente a la encimera de la cocina y así, siguiendo sus indicaciones con respecto al orden y cantidad de las especies e ingredientes, preparó el adobo por primera vez. Y por primera vez, hundió sus manos en la mezcla que ya cubría los trozos blandos tratando de, cuidadosamente, colocar los de abajo arriba y los de arriba abajo para que todos se impregnaran por igual. No pensó que cuando terminara y dejara el pescado en la nevera para macerar fuera a sentir una gran impaciencia: ya quería que fuera mañana para ver el resultado.
- ¿Y ahora?
- Quítate el mandil y sal a la barra, que Nata se vaya ya para casa.
Leo obedeció y mientras ya recogía algunos vasos y tazas de la barra y de las cuatro mesas, una nueva confusión se iba abriendo camino en su cabecita: ¿y su aquello de cocinar fuera algo parecido a la pintura? No sabía cómo ni de qué manera pero le pareció que... o no.
En fín, ¿qué sabía él?.
martes, 5 de junio de 2012
CAPÍTULO 18. LOS VECINOS IMPARES: III Violeta y Ámbar.
Tras pensar por unos segundos a dónde llamar, Violeta marcó el 112 en el teléfono y esperó sin tener demasiada esperanza de que su boca fuera capaz de emitir algún sonido inteligible cuando alguien respondiera al otro lado del cable. Después de tres tonos, alguien al otro lado: “Urgencias 112, dígame”. Y Violeta: “le llamo de la avenida Cerro del Águila, nº 16. El vecino me ha venido a avisar porque cree que… bueno, creo que su mujer… ha fallecido”. Si bien a Violeta le parecía que había sido todo un éxito el arranque, después la operadora le amedrentó preguntándole detalles que ella no podía facilitar; “cómo ha sido”, “qué edad tiene la paciente”, “cuánto lleva sin respirar”, “¿ha visto se presenta signos de violencia?”, “el marido de la paciente, ¿estaba con ella cuando ha perdido el conocimiento?”, “¿ha intentado reanimarla?”. Y Violeta, intentando guardar la calma, no por ella, sino más bien por el anciano que observaba desde el salón con atención: “verá, son dos personas muy mayores y el marido está desorientado, creo que hasta me confunde con su mujer, aunque le ponga al teléfono, no creo que él pueda responder a nada”. La operadora no parecía muy conforme con las explicaciones de Violeta, así que guardó silencio durante unos segundos y, finalmente, como si cediera ante una petición caprichosa, como si aquella situación que había descrito Violeta hubiera ablandado su estricta aplicación de la normativa vigente, indicó que enviaba una ambulancia al instante.
Violeta colgó el auricular y volvió a acercarse al anciano, fue ahora él quien inmediatamente tomó las manos de ella.
- ¿Qué te han dicho?, ¿la podremos enterrar aquí, Rosa?
- Sí, no te preocupes. Ellos vienen ahora y se encargan de todo.
- ¿Y mis hermanos? Qué raro que no hayan llegado todavía. ¿Y si están en la estación esperándome?
- Seguro que ya no tardan.
- Ahora cuando solucionemos lo de los papeles y vengan tus padres, me acerco a la estación a ver si es que llegan con retraso. Si es que no están acostumbrados a viajar y… con el disgusto… Qué pena, Rosa, que ya se ha ido mi madre.
El anciano volvió a llorar sin soltar las manos de Violeta quien, allí de rodillas frente a aquel hombre empezó a sentir cómo las lágrimas también ardían en su cara.
El escándalo de la ambulancia ya a la altura del portal cortó el llanto de Violeta. Se asomó por la terraza del cuarto de estar, el enfermero que bajó antes del vehículo la vio hacer una señal con la mano y decir, en voz no muy alta o a gritos, Violeta no supo cómo lo dijo: “es aquí”. Tras el bullicio de la ambulancia y el grito o no de Violeta, se sucedió el ruido de las correderas de las ventanas que se abrían aquí y allá en la fachada porque los vecinos querían saber. Violeta zafó sus manos de las del anciano para abrir la puerta de entrada al médico y a los enfermeros. En el quicio de la puerta de su casa, Ámbar permanecía sentado, lamiéndose las patas con desgana esperando a que se sucedieran los acontecimientos de los que se sabía espectador de excepción.
viernes, 1 de junio de 2012
OBSEQUIOS PARA LOS LECTORES DE LOS VECINOS IMPARES
Muchas, muchas gracias a todos los que habéis dejado vuestros comentarios. Para que pueda hacer el envío de vuestros obsequios a todos y cada uno de vosotros, os ruego que me anotéis vuestra dirección postal y nombre completo mediante un email a la dirección losvecinosimpares@yahoo.es.
¡Gracias de nuevo a todos!
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