A Leo le hubiera gustado esconder sus trastos de pintar en algún otro sitio. Aunque lo mejor hubiera sido subirlos directamente a casa, cualquier cosa antes de meterlos en la cocina de Clara; Leo ya sabía lo que le esperaba en cuanto su madre le viera cruzar con ellos la puerta, y así fue:
- ¡Hombre! El señorito por fin se digna a venir a ganarse el pan que se lleva a la boca. El pan y el pollo en pepitoria.
- Es que se lo llevé a Bernardo.
- A Bernardo.
- Le dije que le pagaría las clases de pintura de alguna manera.
- Pues dile a Bernardo que saque sus herramientas y vuelva a dedicarse a arreglar lavadoras, que es lo que ha hecho toda la vida; así es como la gente se compra su propio pollo.
- Él ya tiene otro trabajo, es pintor.
- Pues si lo le da de comer... no es un trabajo. Bueno, vamos a dejar la charla y sal a la barra. Yo ya marcho para casa. Ah, y dile a Bernardo que si quiere comer, que venga aquí, que no quiero que mis cacharros andes de la Zeca a la Meca.
Leo agachó la cabeza y salió a la luz blanquecina del salón del bar de la señora Clara por la puerta de la cocina que daba directamente al interior de la barra. Un salón cuadrado con media docena de mesas que ahora, en la tarde, permanecían vacías casi todo el tiempo. Sólo algunos parroquianos en la barra pasaban la tarde y la noche entre el soniquete del canal de televisión que emitía fútbol constantemente, las cañas de cerveza y los chistes reídos docenas de veces.
Como era una tarde de miércoles bastante anodina, sólo los parroquianos más resistentes ocupaban sus respectivos sitios en la barra. El señor Joaquín era el dueño del taller mecánico de la esquina, que ocupaba el loca contiguo al bar. Era un hombre de más de sesenta años, regordete, jovial y preguntón que bebía siempre vino tinto en copa alta de cristal; de hecho la suya, era la única copa alta que había en la cristalería de la señora Clara. Andaba siempre con traje y corbata y un fajo de billetes enorme en el bolsillo del pantalón, que aunque Leo veía cada día cómo lo sacaba y metía de su bolsillo, nunca dejaba de sorprenderle tal cantidad de dinero junto.
- Bueno, Leo, ¿qué andas pintando? Que ya me han dicho que eres artista.
- Sólo estoy intentando aprender.
- ¿Y qué pintas?
- El cielo.
Otro de los presentes, Víctor, aburrido de hojear el periódico del día anterior, se incorporó al interrogatorio.
- Pero si siempre estás pintando el cielo, ¿no? Ponme otra, anda.
- Es que es muy difícil, porque cambia a cada rato - tuvo que explicar Leo, mientras tiraba otra caña para Víctor.
- Joder, pos si esto todo azul. Podías hacer bodegones o, yo qué sé, paisajes. Pero. coño, sólo el cielo...
- Ponme a mí un vinito, anda. ¿No te gustaría hacer retratos? Antiguamente los pintores se ganaban bien la vida pintando a la gente. Y esos se están quietos, como pagan, quieren salir muy bien y se están muy quietecitos. A mí me gustaría tener uno. Si alguna vez te animas... te pagaría bien.
- Yo no creo que sepa, Joaquín, pero a lo mejor a Bernardo le podía interesar. Puedo preguntárselo.
- Ah, pues pregúntale cuánto me llevaría por un retrato. Bueno, mejor ya se lo pregunto yo cuando le vea por aquí.
- ¿Y qué vas a hacer con un retrato?, ¿colocarme en medio del taller?
- Oye, chaval...
- Te va a quedar de cine. Ahí, encima de los calendarios de las tías en pelotas, el retrato del fundador del Taller Mecánico Hermanos Gutiérrez.
- Un respeto, Víctor, un respeto.
Pero con Víctor, el encargado del supermercado que estaba la final de la calle, no era fácil llevarse bien. Apenas tenía un par de años más que Leo pero tenía esa picardía de los que han recibido muchos golpes de pequeño y se acostumbran a revolverse ante la menor amenaza, como en un movimiento reflejo, porque algo o alguien le había metido a fuego en su mollera que el que pega primero, pega dos veces.
Así era la rutina nocturna en el bar de la señora Clara para Leo: cañas, tapas, vinos y pocas comandas para la cocina, afortunadamente para Leo que, a pesar de haberse criado entre fogones todavía no tenía ni idea de cocinar.
sábado, 14 de abril de 2012
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