miércoles, 25 de abril de 2012

CAPÍTULO 9. LOS VECINOS IMPARES. I Un otoño alemán.

Clementina alargó su mano temblorosa hacia el timbre de la puerta contigua. Ya sentía como sus mejillas ardían en un tono cereza. Lo único positivo de todo aquel suceso es que, aquella tarde le había costado un poquito menos de esfuerzo tender la ropa en el patio interior. Su cabecita había estado todo el rato tan inquieta dándole vueltas a la visita forzada al vecino… Sonó el ding-dong y su corazón latió con tal fuerza, que le preocupó que saliera disparado de su pecho. Unos segundo interminables y… por fin alguien abrió la puerta. - ¿Sí? - Buenas tardes.  - Buenas tardes.  - ¿Es… es usted Alfredo Velasco? - Si, dígame.  - Es que dejaron en mi buzón por equivocación este paquete que es para usted. Yo… vivo aquí, en la piso de al lado.  Alfredo Velasco era un hombre que aparentaba menos edad de la que tenía, tal vez entre cincuenta y sesenta años; más alto de lo que en realidad era; podría estar cerca del metro setenta; y menos inteligente de lo que parecía. Clementina no recordaba haberse cruzado nunca con él, ni en el portal, ni en las escaleras. Era delgado y llevaba unas gafas de pasta que hacían equilibrios sobre la punta de su nariz; por encima de ellas observó a aquel ser menudo que apretaba contra su pecho un paquete de cartón, con fuerza, como si intentara taponar con él una herida abierta. - Ah, muchas gracias, señorita. No sé porqué el nuevo cartero no se molesta en subirlo y entregarlo en mano. Es incorregible. Con Cristina nunca tuve estos problemas. Los paquetes siempre deberían entregarse en mano, ¿no cree? - Sí. - Se lo agradezco mucho. Lo que contiene este paquete es algo muy valioso, ¿sabe? Un auténtico manuscrito único. Así que, espere un momento, creo que merece una recompensa. - No, de verdad, no se moleste. - Insisto, señorita. Si no llega a ser por su urbanidad… Pase, por favor, a la biblioteca. Clementina, allí plantada en la puerta, sentía un ligero cosquilleo por las piernas y dar los pasos necesarios para entrar en la casa del vecino le iba a costar cierto esfuerzo, pero no tuvo valor para excusarse y volver a su casa. Lo que Alfredo Velasco llamaba “la biblioteca” no era más que un salón idéntico en dimensiones y distribución al suyo, de hecho se trataba del piso contiguo al de Clementina. No había un solo estante, balda o mueble que diera descanso a los libros; simplemente los cientos de volúmenes formaban montañas, algunas de más de un metro de altura, que se repartían aleatoriamente por la habitación, pegados a las paredes y entorno al sillón de piel que constituía el único mobiliario de la estancia. El vecino escrutó a través de sus gafas de concha algunas de las montañas. - Señorita… ahora es suyo. Clementina no se atrevió a preguntar, no se atrevió a abrir el cuaderno. - Muchas gracias. - Al contrario, señorita, gracias a usted. Ha sido muy amable. Quedo a su disposición para lo que necesite. Y ya me contará. - Sí, muchas gracias. - Me contará, ¿verdad? - Sí. - Estupendo. Que pase muy buena tarde, entonces. - Adiós. - Adiós, señorita. Perdone… no me ha dicho su nombre. - Clementina. - Encantado, señorita. Una vez en su espacio, a Clementina le faltó tiempo para abrir el cuadernito, pero antes tomó asiento en su sofá suponiendo que se trataría de leer; de leer y luego exponerle su opinión. Le gustó la idea de que alguien, por primera vez, contara con su opinión pero… ¿por qué ella?, ¿qué sabía ella? Es cierto que a Clementina le gustaba leer, sobretodo los cuentos, pero…Probablemente su vecino estaba interesado en conocer las impresiones del público general o…. algo así. Lo que descubrió al abrir el cuadernito es que todas las páginas estaban en blanco, todas excepto una frase escrita en la primera de ellas: “Un otoño alemán” como si fuera un título, pero… ¿el título de qué?. Clementina no entendía nada, ¿qué se supone que debería decirle al vecino?, ¿qué le contaría? Aquella situación inquietaba enormemente a Clementina y… no sabía que hacer. La noche ya había caído y algo de fresco comenzaba a notarse, de hecho ya estábamos a finales de octubre, la sesión de tarde de la filmoteca había empezado hace rato. Tampoco tendría hambre hasta mucho más tarde porque había comido con retraso, así que decidió dar un paseo por el parque; habría un montón de hojas secas por el suelo y le gustó la idea de caminar sobre ellas; así que Clementina se colocó su abrigo color calabaza y, aunque su cabecita siguió dándole vueltas al asunto del cuaderno titulado “El otoño alemán”, se marchó de casa.

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