En tres años nunca había faltado al almacén, pero no se atrevía a emprender el camino sabiendo que llegaría más de una hora tarde. ¿Qué iba a decirle a Blanca? Para Clementina excusarse diciendo que se había quedado dormida sonaba tan descabellado como contar la verdad. Entonces, después de unos minutos de indecisión y frío, mucho frío, tomó el camino de vuelta a casa. Sí, era lo mejor, llamar y decir que se había levantado con fiebre, cosa que no se alejaba tanto de la verdad puesto que empezaba a sentir un dolor puntiagudo en los riñones y en la espalda, y cierta flojera en las rodillas. Notaba las mejillas algo calientes; desde luego que estaban bien rojas, según pudo comprobar en el cristal de la tintorería de refilón al pasar, no estaba en absoluto color cereza. Por un instante, Clementina se alegró de sentir esa debilidad febril: así no estaría mintiendo. Esos escalofríos auténticos le serían de mucha ayuda a la hora de hablar con su jefa por teléfono.
Cuando se encontraba a dos portales de distancia del suyo, los escalofríos eran tan fuertes que la obligaban a andar a trompicones. Entró en el bar con la intención de sentarse unos minutos y tomar algo caliente.
Lo que no se esperaba Clementina es que el bar estuviera tan animado, de buena gana hubiera salido corriendo si sus piernas hubieran estado en condiciones de hacerlo. Todas aquellas personas en la barra rodeando su taza de café con ambas manos o afanados en sus tostadas de mermelada y mantequilla. Se dirigió a un pequeño hueco que había al final de la barra y la señora que trajinaba junto a la cafetera se dirigió inmediatamente a Clementina; tal vez porque su abrigo empapado color calabaza le llamó la atención o tal vez porque advirtió sus ojos febriles:
- Buenos días. Me pone...
- ¡Vaya enfriamiento que has cogido! Te voy a poner un café bien calentito ¡Leo!.
- No, no café no.
- ¿Prefieres un té? ¡Leeeeeo!
- Sí, un té.
Por fin Leo, que iba de mesa en mesa trayendo y llevando tazas, apareció junto a Clementina.
- Haz el favor de acercarle un taburete a la señorita, que no se encuentra bien y trae del botiquín un desenfriol.
- Es que... ahora mismo no hay ninguno libre.
- ¡Pues busca uno!, ¿no ves que necesita sentarse?
Leo se quedó un segundo mirando a aquella criatura menuda y de color naranja. Al instante, sin mediar palabra, echó las manos al taburete que ocupaba justo al lado de Clementina el señor Mariano, el de la gestoría. Se vio obligado a guardar el equilibrio sobre un pie y agarrarse fuertemente a la barra con la mano que le dejaba libre la taza de café, que en ese momento se llevaba a los labios y que acabó estampada en el suelo.
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