sábado, 7 de julio de 2012

CAPÍTULO 25 LOS VECINOS IMPARES. VII La naturaleza de Clementina

La bibliotecaria había empezado a apagar las luces. Clementina levantó la cabeza del libro, ya apenas le quedaban una docena de páginas para terminar su lectura. Pasó por el mostrador para solicitar el préstamo todavía con los ojos llenos de las palabras que habían dejado su corazón dolorido. Por el camino de vuelta a casa Clementina fue recordando todo los detalles. Una mañana su abuelo debió haber vuelto a casa con aquel libro en la pequeña bolsa de deporte en la que solía traer y llevar la fiambrera con la cena. Cuando le despidieron de Marconi, se empleó como conserje de noche en un imponente edificio de apartamentos de lujo. Allí se hospedaban muchos extranjeros pudientes que pasaban temporadas en el país por motivos de trabajo y también señores de negocios que alquilaban sobretodo los áticos a los que arrastraban a las secretarias de turno un par de horas tres veces a la semana. Los señores de negocios eran muy generosos y siempre por Navidad el abuelo recolectaba una buena cantidad de dinero en propinas que guardaba celosamente en un rincón del armario de su dormitorio, entre las cananas y sus aperos de ir de caza. Su intención, bastante ingenua, era mantenerlo lejos del alcance de su mujer. Ella, evidentemente, sabía de la existencia de ese depósito que ella utilizaba como caja de resistencia y casi todos los finales de mes tenía que coger dos o tres billetes. Habitualmente, la abuela de Clementina era tan hábil haciendo las previsiones de pagos y cobros, que conseguía restituir el dinero antes de que pudiera darse cuenta. Los extranjeros, al marchar, solían dejar en los apartamentos enseres que iban comprando durante su estancia en el país y que después era inviable añadir a sus abultados equipajes, por lo que los conserjes se los repartían de una manera más o menos equitativa. Fruto de esas particiones fueron llegando a la casa una pequeña plancha eléctrica, varios pares de zapatillas de felpa, un transistor, muchos bolígrafos, revistas y varias docenas de libros en distintos idiomas entre los que estaba aquel. Clementina recordaba que el libro fue y vino varias veces porque su abuelo se lo prestó a varios de los amigos. Éstos, cuando lo devolvían, intercambiaban con el abuelo escuetos comentarios porque Clementina estaba delante. También recordaba a su abuela una tarde leyendo alguna página con sus gafas de coser puestas, mientras creía a Clementina distraída con dibujos animados. - ¿Qué? - Pues como nosotros, ¿o es que nosotros no hemos padecido lo nuestro? Y así, Clementina, fue imaginando que aquel libro seguro que contenía una historia muy triste, pero no como las de los folletines de la radio que escuchaba su abuela por la mañana, sino tenía que ser de cosas serias como gente que muere o algo así. Cuando Clementina estaba ya estudiando en el instituto y un día le pidió a su abuelo unos de sus chalecos de traje porque era la moda y todas las chicas llevaban uno y apareció el libro allí, en el armario de su abuelo, ni siquiera entonces, intentado protegerla de la crueldad y el dolor, le permitió leerlo. Con esa misma ingenua actitud jamás su abuelo le habló de la guerra ni de la miseria que había malherido de por vida a toda aquella generación. A Antonio Sánchez Narbona.

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