El frutero de mi barrio se llama Paco y es nuestro frutero de toda la vida. Tiene un diente de oro y un Mercedes que se compró cuando le expropiaron la casa. Él reina detrás del gran mostrador de su tienda y siempre anda gastando bromas a las clientas desde su altillo, tras las almenas que forman las montañas de manzanas, peras y ciruelas. Cada día sus ocurrencias giran en torno a un tema diferente.
No hace mucho, estando yo esperando mi turno, la señora a la que despachaba pidió medio kilo de setas y, como ya no quedaba, la señora le dijo que le pusiera medio de champiñón. Paco, contentísimo, comprobó que sólo le quedaba como cuarto y mitad. “Ay, qué alegría, Antonia, cuando me pides algo y te tengo que decir que se me ha agotado. Esta noche voy a soñar con las setas y con los champiñones. No como la otra noche que soñé con vosotras” Todas las presentes reaccionaron con risas e imprecaciones. “Mira, salía la señora Juliana que no hacía más que escarbar las alcachofas y venga a revolverlas; pero es que daba miedo verla porque era como un zombi, tenía los ojos como idos. Os lo juro, eh” Las presentes rompieron en carcajadas, incluso la señora Juliana. “Bueno, luego salías tu, Pepa, que me perseguías para matarme porque el melón que te había vendido estaba pepino”. Las clientas miraban a Pepa sin parar de reír y asintiendo con la cabeza. Entre las carcajadas se escuchó la voz entrecortada de la señora Juliana que, entre risas, decía mientras corría a la puerta del baño: “Ay, que me lo hago, ay que me lo hago”. Entonces ya las carcajadas subieron de volumen y Paco, muy serio, decía: “Sí, vosotras reíros, pero menuda pesadilla. Qué sudor frío me corría por la espalda cuando me desperté”. Poco a poco las risas fueron descendiendo de volumen y se reestableció el orden, hasta que le tocó el turno a Pepa y Paco volvió a la carga: “Ay, Pepa, que miedo me das”.
A mí, de pequeña me gustaba ir mucho a la frutería de Paco. Veía a mi madre o a mi abuela que cogían el carro de la compra y si decían “voy a la frutería”, yo saltaba al instante: “te llevo el carro”; y no es que yo de pequeña fuera muy servicial, es que Paco siempre me regalaba una bola de chicle. Ahora me gusta y no me gusta ir a la frutería de Paco porque, si la tienda está tranquila y Paco no tiene ningún asunto en torno al que hacer sus bromas, grita al verme: “Señoras, ¿han comprado las entradas para ir al teatro?” Las clientas, que no saben a cuento de qué salta con eso, le siguen las broma: “Sí, para ir a ver a la Paloma San Basilio”, “o a la otra, ¿cómo se llama? a la francesa ésa que se despechuga”, “Ay, sí, la Marlen Moró” Y los comentarios siguen por esa línea hasta que Paco por fin les aclara: “No, hombre, para ir a ver a la nieta de la señora Carmela, que va para actriz”. Yo, por supuesto, no digo nada de mi pánico al escenario. Me quedo ahí calladita y dejo que las señoras me miren de arriba abajo y digan: “Cucha, cualquier día la vemos en la tele a ésta”. Alguna me engancha del brazo y me dice: “Tu lo que tienes que hacer cuando seas famosa es irte a Holliwod y liarte con el Richard Guere, que ese sí que… ese sí que está… pero bien bueno”. Suenan las risas y la descolorida tienda vuelve a ser una fiesta. De todas maneras, sigo yendo a la frutería de Paco y no es que yo sea muy servicial; es que, al darme las vueltas, siempre me pone en la mano una bola de chicle.
sábado, 17 de diciembre de 2011
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