sábado, 28 de julio de 2012
CAPÍTULO 28 LOS VECINOS IMPARES. IX Los colores de Leo
Aunque ya había terminado el partido, la televisión seguía emitiendo la charlatanería de los comentaristas deportivos mientras se reproducían los goles y jugadas más destacadas. Buena parte de los parroquianos ya se habían retirado y Leo recogía de la barra los platos vacíos y rebañados: el pollo al vino había sido muy bien despachado como tapa durante todo el día. Ya en el aperitivo algunos habían tomado una ronda de más por repetir. En cuanto a la tarta de melocotones, la señora Clara había tenido la picardía de colocarla en la vitrina justo antes de que las vecinas salieran de la misa que se decía por Manolo, el frutero, del que hacía un año de su muerte. Muchas de las señoras que salían ateridas de frío de la iglesia de Santa Irene, cruzaban la calle para premiarse tras el deber social cumplido tomando un descafeinado de sobre con leche caliente y, ya se sabe, siempre hay una golosa y varias antojadizas, así que apenas quedaron un par de porciones que se venderían al día siguiente en el desayuno con toda seguridad.
Leo observó que las cámaras de los refrescos estaban algo más vacías que de costumbre, así que se afanó en rellenarlas a la mayor velocidad posible con el objetivo de poder tener todo recogido y listo para poder meterse en la cocina no más tarde de media noche. Seguía dándole vueltas a la misma cuestión: ¿cuál sería la comida favorita de Clementina? Creyó que la crema de langostinos con su color entre salmón y coral habría sido de su gusto, pero después sospechó que igual era más acertado algo más intenso y brillante y que el pollo al vino con su salsa entre el granate y el marrón tibio podría ser mucho más acertado. Una vez visto el resultado se dio cuenta de que, probablemente, las dos opciones anteriores eran como dos caminos demasiado largos que ni siquiera le dejaban cerca de su destino. Así que hojeó los libros de cocina de principio a fin hasta dar con la tarta con su cobertura naranja y brillante de melocotones barnizados con mermelada. Ahora, que llevaba todo el día dándole vueltas, empezaba a pensar que había sido un poco ingenuo al considerar que en la repostería estaba la respuesta: no era ése el tipo de dulzura que ella transmitía.
martes, 24 de julio de 2012
CAPÍTULO 27 LOS VECINOS IMPARES. V Un otoño alemán.
- Adelante, Clementina, pase, por favor.
- Sólo quería enseñarle…
- Espero ansioso sus comentarios. Dígame.
Clementina permaneció en el umbral de la puerta y le tendió el libro que traía de la biblioteca que Alfredo Velasco tomó con cuidado, tratando de ni siquiera rozar uno de los dedos de Clementina.
- ¿Dagerman?
- Sí, Dagerman.
- Me deja sin palabras.
- No es lo que yo había imaginado. Nada de lo que he escrito vale. Nada.
- La verdad es que no sé qué ha podido pasar. Nunca me había pasado esto. No sé qué decirle, pero le puedo prometer que no lo conocía y nada más lejos de mi ánimo que… ¿No pensará ahora usted…?
- Yo no pienso nada.
- Es una de esas coincidencias lamentables.
Alfredo Velasco dio la espalda a Clementina y avanzó hasta el cuarto de estar para dejarse caer en su sillón de trabajo, esto obligó a Clementina a entrar en la vivienda del vecino.
- Esto es tan desagradable. Le importaría dejarme el libro para leerlo, es lo mínimo que puedo hacer.
- Lo he tomado prestado de la biblioteca.
- Sólo será por un día, se lo prometo. Qué bochornoso es todo esto. Me siento avergonzado y lo cierto es que… no hay motivo porque ha sido una casualidad, una enorme casualidad.
Clementina pensó que su vecino no sabía hasta que punto había sido una enorme casualidad. Le hubiera gustado contarle en ese momento su historia con aquel libro pero su naturaleza se lo impedía.
- No sé, Clementina, en qué lugar queda nuestra colaboración tras este suceso.
Clementina permaneció en silencio, aquello era una pregunta pero ella no sabía qué responder, así que miró al suelo durante unos segundo mientras sus dedos rascaban nerviosos el interior de los bolsillos de su chaqueta color calabaza, esperando que el vecino fuera capaz de encontrar una respuesta para su propia pregunta.
- Si pudiéramos volver a intentarlo. Verá, tengo aquí mismo algunas cosas en las que he estado trabajando últimamente. Ya le digo que no es gran cosa, algunos bocetos.
Alfredo Velasco, no tuvo que moverse demasiado, sólo inclinarse un poco para rebuscar en una de las montañas que flanqueaban su sillón y liberar otro pequeño libro de tapas negras que ofreció a la vecina. Clementina lo tomó sin saber muy bien si quería o no quería volver a hacerse cargo de aquella responsabilidad de nuevo; se sentía confusa y, sobretodo, impresionada por la lectura por fin de aquel libro con el que se había reencontrado. Sin embargo, Alfredo Velasco notó el brillo de la curiosidad en los ojos de Clementina.
jueves, 19 de julio de 2012
CAPÍTULO 26 LOS VECINOS IMPARES. V Violeta y Ámbar
Ámbar atravesó de un salto el cuarto de estar desde el respaldo del sofá hasta la puerta de la calle cuando escuchó el rasguño de la llave de Violeta en la cerradura. Eran más de las dos de la madrugada y Violeta no entendía cómo el tiempo había trascurrido de una manera tan extraña. El avión retrasado, el largo trayecto desde el aeropuerto al tanatorio que había supuesto atravesar longitudinalmente la ciudad, semáforos, semáforos, algún que otro desvío equivocado... Después aguardar junto a aquel hombre alto, con el pelo extremadamente corto para disimular las entradas y la calva de la coronilla. Su apariencia era la de un inseguro profesor de secundaria. Al filo de las doce había empezado a llegar algunos parientes lejanos, desorientados. Uno por uno, hubo que aclararles que Violeta era la vecina, sólo la vecina.
Cuando por fin alguien informó de que podían entrar en la sala, Violeta se quedó sola en el amplio corredor con grandes cristaleras que miraba a una de las carreteras de circunvalación de la ciudad. Pasados unos minutos, Alejandro salió de la sala, pálido, sin lágrimas pero pálido. Varios de los parientes lejanos le animó para que aprovechara para ir a la cafetería y comiera algo antes de que empezaran a llegar más parientes, los compañeros de la banda de su padre y el hermano mayor, todavía de camino. Alejandro buscó con la mirada a Violeta que permanecía algo más alejada pero aún atenta. Juntos y en silencio avanzaron por el amplio pasillo hacia el punto donde los ascensores conducían a la cafetería del recinto. En la cafetería comentaron lo incómodo que había sido moverse por el aeropuerto Charles de Gaulle debido a las obras, que ya iban para año y pico, hablaron de lo bien que estaba aquel tanatorio con la certeza de que, ni el uno ni el otro, conocían ningún otro. Así, un minuto tras otro fue pasando hasta que cuando se iba completar una hora, alguien algo mayor que el propio Alejandro, alguien más bajo pero con el mismo aspecto de docente, entró por la puerta de la cafetería. También traía la cara algo mas desencajada que la de Alejandro y le acompañaba quien Violeta figuró que eran su mujer y su hija.
Pero si hubo algo que extrañó a Violeta aquella noche fue regresar a casa de noche, sola. En el perchero de la entrada ninguna chaqueta ni debajo ni encima de la suya. Ninguna otra mano que encendiera la luz de la sala de estar antes que la suya propia.
sábado, 7 de julio de 2012
CAPÍTULO 25 LOS VECINOS IMPARES. VII La naturaleza de Clementina
La bibliotecaria había empezado a apagar las luces. Clementina levantó la cabeza del libro, ya apenas le quedaban una docena de páginas para terminar su lectura. Pasó por el mostrador para solicitar el préstamo todavía con los ojos llenos de las palabras que habían dejado su corazón dolorido.
Por el camino de vuelta a casa Clementina fue recordando todo los detalles. Una mañana su abuelo debió haber vuelto a casa con aquel libro en la pequeña bolsa de deporte en la que solía traer y llevar la fiambrera con la cena. Cuando le despidieron de Marconi, se empleó como conserje de noche en un imponente edificio de apartamentos de lujo. Allí se hospedaban muchos extranjeros pudientes que pasaban temporadas en el país por motivos de trabajo y también señores de negocios que alquilaban sobretodo los áticos a los que arrastraban a las secretarias de turno un par de horas tres veces a la semana. Los señores de negocios eran muy generosos y siempre por Navidad el abuelo recolectaba una buena cantidad de dinero en propinas que guardaba celosamente en un rincón del armario de su dormitorio, entre las cananas y sus aperos de ir de caza. Su intención, bastante ingenua, era mantenerlo lejos del alcance de su mujer. Ella, evidentemente, sabía de la existencia de ese depósito que ella utilizaba como caja de resistencia y casi todos los finales de mes tenía que coger dos o tres billetes. Habitualmente, la abuela de Clementina era tan hábil haciendo las previsiones de pagos y cobros, que conseguía restituir el dinero antes de que pudiera darse cuenta.
Los extranjeros, al marchar, solían dejar en los apartamentos enseres que iban comprando durante su estancia en el país y que después era inviable añadir a sus abultados equipajes, por lo que los conserjes se los repartían de una manera más o menos equitativa. Fruto de esas particiones fueron llegando a la casa una pequeña plancha eléctrica, varios pares de zapatillas de felpa, un transistor, muchos bolígrafos, revistas y varias docenas de libros en distintos idiomas entre los que estaba aquel. Clementina recordaba que el libro fue y vino varias veces porque su abuelo se lo prestó a varios de los amigos. Éstos, cuando lo devolvían, intercambiaban con el abuelo escuetos comentarios porque Clementina estaba delante. También recordaba a su abuela una tarde leyendo alguna página con sus gafas de coser puestas, mientras creía a Clementina distraída con dibujos animados.
- ¿Qué?
- Pues como nosotros, ¿o es que nosotros no hemos padecido lo nuestro?
Y así, Clementina, fue imaginando que aquel libro seguro que contenía una historia muy triste, pero no como las de los folletines de la radio que escuchaba su abuela por la mañana, sino tenía que ser de cosas serias como gente que muere o algo así.
Cuando Clementina estaba ya estudiando en el instituto y un día le pidió a su abuelo unos de sus chalecos de traje porque era la moda y todas las chicas llevaban uno y apareció el libro allí, en el armario de su abuelo, ni siquiera entonces, intentado protegerla de la crueldad y el dolor, le permitió leerlo. Con esa misma ingenua actitud jamás su abuelo le habló de la guerra ni de la miseria que había malherido de por vida a toda aquella generación.
A Antonio Sánchez Narbona.
martes, 3 de julio de 2012
CAPÍTULO 24. LOS VECINOS IMPARES. VIII Los colores de Leo.
Aquel sábado de mediados de octubre el día se levantó oscuro. En la calle todo habría estado inmóvil si no hubiera sido por un ligero aire que movía pausadamente las ramas de los árboles, ésa era toda la actividad; apenas algún coche y poco autobuses intentaban reanimar la avenida.
No eran todavía las ocho de la mañana cuando la señora Clara introducía la llave en la cerradura de la puerta trasera del bar. Pero, extrañamente, el doble cerrojo de la puerta no estaba echado. Por un momento, sintió que el corazón se le volcaba en el pecho al imaginar que Leo había olvidado cerrar esa puerta la noche de antes y que alguien podría haber entrado. Antes de abrir la puerta, pegó su nariz a la ventana de cristal biselado: una figura se movía en el interior de la cocina. Un segundo vuelco del corazón que ya casi le subía por la garganta. La figura del interior ahora se acercaba a la puerta y la abría.
- ¡Leo!
- ¿Qué pasa?
- ¿Que qué pasa? Me has dado un susto de muerte.
- Iba a acercarme a la churrería a por el pedido.
- ¿Hasta qué hora has estado con Nata?. No habrá más gente ahí dentro.
La señora Clara entró en la cocina sin esperar ninguna respuesta a sus preguntas.
- Pero… ¿qué es todo esto?
- Es que… al final me enrollé aquí, probando unas cosas y a Nata se le hacía tarde…
- ¿Has estado aquí toda la noche?
- Sí. Pero ya está casi todo fregado y recogido.
- ¿Y qué has estado haciendo? – formuló una nueva pregunta pero antes de recibir la respuesta de su hijo fue levantando las tapas de las ollas que descansaban exhaustas sobre los fogones tras la dura noche de cocción.
- Encontré los libros de recetas al fondo de los estantes que están sobre el arcón.
- ¿Has estado toda la noche cocinando?
- Bueno, primero estuve leyendo los libros.
Para entonces, si siquiera Leo se oyó a sí mismo pronunciar esta última justificación porque la señora Clara abrió con tal fuerza el cajón de los cubiertos que cucharas, cuchillos y tenedores tintinearon a la vez, todos excepto la cuchara que tomó para probar el contenido de la primera de las agotadas ollas.
- ¿Has hecho crema de langostinos?
- Sí.
- ¿Y esta olla?
- Es pollo, pollo al vino.
- ¿Toda la noche para hacer esto?
- También hice una tarta con unos melocotones en almíbar que había en la despensa.
- No me lo puedo creer.
- ¿Me ha salido muy mal?
- No, a ti no. A mí es a la que le ha salido mal, a ver qué hacemos ahora con toda esta comida. Y aquí por lo menos hay dos pollos cocinados para tirar a la basura.
- A lo mejor…
- Anda, ve a por los churros, que se hace tarde. Yo voy a… congelar la crema y a ver qué hacemos por el pollo.
Leo salió por la puerta de la cocina al instante y sin rechistar. La señora Clara volvió a destapar la olla del pollo, inspiró el vaho repleto de aromas que todavía desprendía y volvió a llenar la cuchara con aquella salsa extremadamente sabrosa y cálida que había conseguido su hijo.
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