Son innegables los cambios sociales que las nuevas tecnologías están promoviendo en los pocos años que lleva recorrido el siglo XXI. La esfera que ha sufrido una modificación más severa es la de las relaciones humanas. Es redundante insistir una vez más en la gran ventana al mundo que constituye internet, dando rango de cosmopolitas domésticos a cada uno de sus usuarios, independientemente de dónde habiten éstos.
Pero ¿cómo modifican estas nuevas tecnologías los espacios: las ciudades, sus calles, sus plazas, sus casas? Los espacios públicos tienden a vaciarse y devienen meros lugares de paso. Las grandes ciudades que en el siglo pasado conquistaron el título de cosmopolitas han quedado reducidas a “encantadoras escenografías” -en el peor sentido de la expresión- por la que los habitantes se desplazan rápidamente hacia sus refugios de intimidad. Paradójicamente, mientras internet derrumba muros y nos permite intercomunicarnos a distancia, conceptos como el de vecindad desaparecen por completo, levantando nuevos muros alrededor de nuestros monitores que nos aíslan de lo que pasa a dos metros de nosotros.
En este ambiente urbano en el que prima el individualismo y se resguarda el espacio privado y la intimidad, acomete su denostada labor el voyeur.
El voyeur es un estricto espectador en la “encantadora escenografía”. Se atrinchera en los bancos de los sucedáneos de parques que proliferan en nuestras ciudades, habita esas zonas de nadie en que se han convertido las plazas. Sus miradores son la parada del autobús, el metro, la cola del supermercado… ¿Qué busca?, ¿disfruta contemplando la intimidad erótica de las parejas?, ¿las lenguas, las caricias crispadas y los ojos cerrados? No. Su concepto de erotismo es otro. Disfruta contemplando otras intimidades: esos pequeños gestos que nos delatan y nos dejan desnudos ante los demás.
Sin duda alguna, para el mirón postmoderno, la agudeza consiste en saber mirar. No le interesa la vida de los demás: odia las generalidades. Le fascina observar cómo la chica que está sentado junto a él en el autobús se recoge el mechón de pelo detrás de la oreja cuando habla con su novio por el móvil; porque no se lo recoge igual cinco minutos después, cuando habla con una amiga. Él es una cámara con el obturador abierto, pasiva, minuciosa que acaba de retratarla.
Pero, a veces, el voyeur observa desde la ventana la calle que es como un pozo. Se ilumina la pared de enfrente: un hombre lustra unos zapatos negros con un extraño mohín, ése que tienen los hombres descorazonados por el gris del asfalto y la rutina de café con prensa deportiva. El voyeur, a través de la actividad y del gesto, puede ver como es la vida de ese hombre que, de pronto levanta la cabeza. Las miradas se mezclan y confunden. Se establece un juego de espejos en el que el observador es el observado y en el que uno se reconoce en otro. El pudor obliga al voyeur a correr la cortina y alejarse de la ventana. El voyeur, igual que todos nosotros, también teme ser desnudado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario