¡Vaya! Hoy que te traigo este pequeño objeto mágico, una filigrana asombrosa y apenas le concedes tres minutos antes de desterrarla a la estantería de arriba del todo. De acuerdo. Tal vez es porque ignoras la historia de… del… “fetiche chino de Fun Lhi” (Cha, chán).
Cuando el cuchillero Fun Lhi murió víctima de la epidemia de gripe que azotó la ciudad hace dos inviernos, su viuda encontró entre sus objetos personales una pequeña cajita a la que Fun Lhí consultaba antes de cometer cualquiera de sus malévolos planes. Lo cierto es que si hacemos un breve repaso a la lista de infamias ejecutadas con éxito por el chino bandido, llegaremos a la conclusión de que la cajita nunca falló en sus predicciones.
Caminando hace unos días por el barrio chino, decidí acercarme a la tienda de la citada viuda a comprar algunos pastelillos de zanahoria para la merienda. Me percaté de que la viuda –absolutamente escéptica ante los poderes atribuidos a la caja- usaba el magnífico objeto para depositar las casi intangibles monedas de un céntimo. Tuve un ocasional momento de lucidez: reconocí la caja y pude convencer a la viuda de Fun Lhí para que me vendiera el objeto con el que hoy tengo el gusto de obsequiarte.
Supongo que ahora rescatarás “el fetiche chino” de la estantería de arriba del todo. ¿No? A lo mejor es porque no conoces la historia del cuchillero Fun Lhí.
Fun Lhí era el único afilador de la pequeña aldea cantonesa de Tan Shé. Todos los lunes acompañaba a su abuela al mercado en que se ganaban la vida afilando los cuchillos de los pescaderos, carniceros y vendedores de jengibre que tenían allí sus puestos. El joven Fun Lhí, aunque estimulado por el aprendizaje de la que sería su profesión, siempre se quedaba rezagado en el lugar del mercado en que se instalaba el viejo contador de historias. Allí escuchó el relato de las hazañas de Horikawa y su daga infernal, la narración pormenorizada de la sanguinaria venganza de Kuranozuké, de… ¿Qué?... Ya sé que son nombre japoneses, pero las brutales hazañas de estos hombres habían cruzado de boca en boca medio continente hasta llegar a los oídos de Fun Lhí, el nieto del afilador de la pequeña aldea cantonesa de Tan Shé.
El caso es que, entre narraciones espeluznantes, cuchillos, estiletes y piedras de afilar Fun Lhí creció lo que pudo y logró alcanzar a duras penas el metro cuarenta y siete a los diecinueve años. Eso sí; ya para entonces había puesto sus ojos en Lou Lou Tsé, la… ¡No, ésta no es la repostera! Luo Lou Tsé era la hija menor del carnicero de Tan Shé: una recia muchacha perfectamente amaestrada en el descuartizamiento a punta de cuchillo de todo bovino y animal de corral.
Luo Lou Tsé y Fun Lhí se amaron desde el momento en que se vieron. Ella salió de la trastienda de la carnicería al grito de su padre portando los cuchillos que debían ser afilados por Fun Lhí. Los ojos de Fun Lhí quedaron atrapados en los de la joven. El carnicero, que enseguida percibió el enamoramiento y convencido de que el hijo del afilador era muy poco para su retoño, anunció: “esto lo corto yo”. Dicho y hecho. La joven Lou Lou Tsé no volvió a salir de la trastienda para alargar los cuchillos a su padre, tampoco Fun Lhí la vio nunca más en el patio ayudando en la matanza de los cerdos.
¿Cómo puedes decir que es la típica historia de amores imposibles? Es evidente que desconoces las consecuencias que tuvo en Fun Lhí esta gran decepción. Bajo los efectos del dolor de amor, el aprendiz de afilador decidió poner tierra de por medio entre la fatal corpulencia de la carnicera y él. El único medio que encontró fue concertar matrimonio con la última y solitaria descendiente de una larga saga de reposteros emigrados a una innombrable metrópoli occidental.
La vida conyugal era tranquila para Fun Lhí: atendía a los clientes de la repostería y disfrutaba de una convivencia aceptable con su mujer. Los silencios incómodos de los primeros meses fueron sustituidos con el tiempo por un sereno y continuo mutismo aceptado por ambos. Nada parecía perturbar a Fun Lhí en aquel ambiente en el que lo más afilado que le rodeaba era el rallador con el que su mujer fabricaba las virutas de chocolate. No obstante, la vida marital aún reservaba alguna agitación a Fun Lhí, ya que la archilaureada repostera se fue descubriendo como una fanática de una de las especialidades gastronómicas del país que la había acogido: el jamón serrano. Para Fun Lhí más fatal que nunca y más mujer se veía su esposa atacando con el cuchillo jamonero la pata de fiambre.
¿Que cómo este hombre tranquilo se convirtió en el sanguinario cuchillero Fun Lhí? Porque a pesar de que su esposa era capaz de pasar el cuchillo por la pata de jamón
con la misma pasión con la que un virtuoso desliza el arco por el violín, y que esta punzante novedad introdujo el ardor en la alcoba del matrimonio, y luego en el salón, y luego en la trastienda de la pastelería, una vez testadas todas las estancias, el corazón y la mente de Fun Lhí volvieron a estar ocupados por el amor a Lou Lou Tsé y el odio a su padre.
Y una mañana sucedió el incidente desencadenante. En el comercio de Fun Lhí entró, como casi todos los jueves, la esposa e hija del dueño de la peletería El Visón Sonriente, uno de los hombres más ricos del barrio. Mientras Fun Lhí envolvía cuidadosamente la tarta de queso con mandarinas se enteró, por lo que hablaban las señoras, que la joven había mantenido hasta el momento una relación amorosa con Joaquim, el muchacho del taller mecánico; pero que el señor de El Visón Sonriente había ordenado a su hija que no se volverían a ver mientras él viviera aseverando que no le había dado estudios de Diseño e Industria Textil en la mejor escuela del país para que terminara con un grasiento mozo de taller. Así que, mientras Fun Lhí esperaba con el cambio en la mano, la muchacha lloraba amargamente mientras su madre profería palabras de resignación.
Cuando por fin las señoras salieron de la tienda, algo comenzó a arder por dentro de Fun Lhí, se trataba del mismo dolor de amor que experimentó años atrás, cuando comprendió que nunca podría estar junto a Lou Lou Tsé. Era algo que quemaba en su pecho a la altura del corazón; como una herida de arma blanca.
Esa misma madrugada Fun Lhí se despertó sobresaltado. Se dirigió a la cocina y afiló con esmero el cuchillo jamonero de su mujer mientras esperaba que amaneciera.
El dueño de El Visón Sonriente abrió su negocio ese día un poco antes porque tenía que cortar las piezas para un encargo muy urgente. Fun Lhí entró en la peletería a las ocho y catorce minutos. Al verlo, el peletero le preguntó amistosamente si quería darle una sorpresita a su mujer obsequiándola con una estola de conejo. Fun Lhí dijo que la sorpresa era para otra persona. Descubrió el cuchillo jamonero y…digamos que el peletero quedó reducido a su mínima expresión inaugurando con su sangre la lista de infamias ejecutadas por el cuchillero Fun Lhí.
¿Qué cajita? Ah, el fetiche chino de Fun Lhí. Fue un regalo que le hizo su abuela al abandonar su pequeña aldea… ¡Qué pasa! Yo cuando fui de campamento por
primera vez, mi abuela me regaló un boli de quince colores. Antes de liquidar a cualquiera de sus potenciales víctimas, consultaba al fetiche chino, oráculo cuyo mecanismo era sencillo: una bolita de ónix se paseaba caprichosamente por el falso fondo de la caja hasta que caía en uno de los orificios marcados con el “SI” o el “NO”. Si ésta aseguraba que el amor que ése individuo trataba de reprimir sería duradero; sólo entonces Fun Lhí, pasaba a la acción…
Fín….
Sí, ya se ha acabado.... ¿Que qué pasó con la hija del dueño de El Visón Sonriente y Joaquim?, ¿a quién más asesinó?... Para contarte todo eso tendrás que concederme muuuuchos minutos antes del destierro.
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