domingo, 5 de agosto de 2012
CAPÍTULO 29 LOS VECINOS IMPARES. III Solo de trompeta
Mientras avanzaban hacia el portal al paso lento que imponía su padre, Alex iba dándole vueltas a las palabras dichas por su hermano cuando se despidieron en el cementerio, “el fin de semana vuelvo para empezar a organizarlo todo”. Los hermanos no habían tenido tiempo en los dos últimos días para hablar. Alex supuso que “organizarlo todo” incluía decidir qué hacer con las pertenencias de su madre, solucionar todo lo referente a la herencia y, sobretodo, qué pasaría ahora con su padre. Alex tenía la certeza de que su hermano tenía una idea precisa de todo lo que había que hacer.
Alejandro caminaba tomado por el brazo y con la cabeza vuelta hacia los árboles de la avenida ya desprendidos de todas sus hojas; las ramas, al entrelazarse, parecían segmentar en confusas piezas angulosas las fachadas de los edificios de la acera de enfrente y el cielo blanquecino en aquella mañana de lunes. Los observaba como tratando de encontrar en ellos la respuesta a un enigma. Durante el entierro había permanecido de pie, entre sus hijos, llorando en silencio. Todo eran suposiciones: tal vez reconocía el espacio y su mente había viajado setenta años atrás al día en que enterró a su hermana de dieciséis años allá en Nador o el salto en el tiempo había sido de cuarenta años para volver al momento del entierro de su madre en aquel mismo cementerio. Lo que para Alex parecía poco probable es que su padre hubiera tenido un momento de “lucidez” y hubiera sido consciente por un instante de quien era la persona que se había marchado para siempre. Pero “lucidez” no era la palabra exacta, de eso estaba completamente seguro, ¿cómo había podido ser tan imbécil?
Alex llegó a la conclusión de que, el de su padre, era un llanto causado por un dolor universal de pérdida. Pérdida absoluta. Pérdida en todos los sentidos.
En el interior del piso todo permanecía intacto: los viejos y lustrosos muebles de caoba que constituían para su madre todo un tesoro y sobre el aparador una legión de marcos con fotos de distintos tamaños y materiales. Alex acomodó a su padre en el sofá del cuarto de estar sin quitarle ni siquiera la cazadora color crema que llevaba hasta que no se caldeara un poco el cuartito gracias a la estufa de butano que, a pesar de que Alex no recordaba como encender, tuvo la deferencia de prender al primer intento. Desde el cuarto de estar, atravesó de nuevo el salón de la casa para llegar a la cocina. Se detuvo ante el aparador de caoba y, por inercia, como había hecho tantas y tantas veces cuando vivía allí, abrió uno por uno sus cajones. Una llave suelta, un tubo de pegamento estrujado, papelitos de distinto tamaño y color garabateados con la letra grande e infantil de su madre, imperdibles, un par de pendientes de bisutería probablemente comprados como complemento ideal de un vestido, un viejo abanico de madera con su sonido rítmico contra el pecho de su madre, las gafas de coser con las patillas siempre flojas… Objetos que habían paseado inadvertidos alrededor de Alex toda la vida, objetos que prefirió incomunicar de nuevo cerrando de golpe el cajón antes de que empezaran a hablarle.
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