En este siglo XXI, cuyos usos sexuales son hijos directos de los movimientos de liberación sexual que arrancaron allá por los locos años veinte y afianzados después de la psicodelia de la década de los sesenta, no se ha podido superar -por ahora- uno de los grandes tabús instaurado en nuestra sociedad: la educación sentimental propia de occidente en la que amor y sufrimiento siempre van unidos, hasta el punto de valorar el sufrimiento por amor como signo de virtud y heroísmo. Pero, ¿cuál es la única opción que le queda al enamorado que no es correspondido? Convertirse en todo un virtuoso en sufrir por amor, que es lo que le ha enseñado el cine y la literatura.
Como afirma José Sanchis Sinisterra, el amor no es más que un género literario y ya la tragedia griega en los albores de la literatura occidental mostró cómo las pasiones –el amor, la ira, el odio- anulaban la razón y conducían a las mayores desdichas. Los crímenes más horribles son ejecutados por personajes con una alteración en el ánimo absolutamente irracional. A una de esas alteraciones es a lo que seguimos denominando amor.
El Romanticismo colaboró a forjar esa imagen del enamorado como víctima de fuerzas extrañas sobre las que no ejerce ningún control. El Romanticismo no sólo exalta la pasión amorosa, sino que defiende que los goces que no producen dolor no son más que meras expresiones ramplonas del verdadero amor, ya que los románticos entendían –y se sigue entendiendo así- que el camino hacia el amor verdadero debía estar necesariamente empedrado de obstáculos.
Este concepto occidental del amor simpatiza a las mil maravillas con ese niño sordo, ciego y caprichoso que es Eros y sus fulminantes flechas. Eros o Cupido simboliza el amor que surge a primera vista mediante una primera intuición. El flechazo hipnotiza, electrifica y fascina, pero como toda intuición, no sólo es falible, sino que implica altas dosis de idealización. Por eso, si el flechazo da paso a una relación sentimental, ésta será siempre un triángulo amoroso formado por mí, por ti y por aquel del que me enamoré, ése al que idealicé y que no eres tú.
Pero el enamorado, cuando no es correspondido, pierde su libertad y se sumerge en una soledad en la que exclusivamente es consciente de sí y de cómo ama al otro, sólo él y sólo él de esa manera. Tal vez espera una llamada telefónica que no llega y en esa espera la imaginación se dispara: vacila entre marcar su teléfono por enésima vez en esa noche o ir a buscarle a la puerta de su casa. Esas situaciones a las que el cine y la literatura nos ha enseñado a denominarlas románticas tienen algo de abyecto. ¿Qué tiene de tierno, de sensible o de romántico un sujeto que se hunde porque otro adopta un aire ausente?.
Una adolescente llora y patalea abrazada a una amiga en el vagón de metro por un desengaño amoroso y los presentes sonríen con complicidad. ¿Por qué ningún adulto se levanta y le llama la atención? Ese mismo adulto que la regaña cuando la adolescente bebe o fuma en el vagón debería levantarse y reprenderla.