jueves, 31 de mayo de 2012

CAPÍTULO 17. LOS VECINOS IMPARES: V Los colores de Leo.

No eran todavía ni las seis de la tarde y ya arrancaba el camión cuando Leo se dio cuenta de que, una vez más, al repartidor se le había olvidado darle el albarán. Los camiones le hacían acordarse de su padre, claro que el que él conducía era mucho más grande y con un remolque de loneta azul en la que ponía Transporte Merino porque no era suyo. Entre ruta y ruta, su padre solía dejarlo aparcado en el descampado que había detrás de casa y que ya no existía. Merino era el dueño de ése y de varios más. No es que Leo hubiera oído hablar mal a su padre de Merino, pero de noche, a veces se desvelaba y escuchaba entre sueños a su padre discutir con su madre y en muchas ocasiones él pronunciaba la misma frase: “dichoso camión que no es ni mío”. Quizá por eso Leo no sentía atracción ninguna por aquel vehículo por el que cualquier otro niño se hubiera sentido fascinado. Sólo sentía cierta atracción cuando su padre hacía las rutas a Francia o a Alemania. Esos días la señora Clara y él, ya con el pijama puesto, cenaban pronto y le dejaba ver la televisión hasta que por fin, ya cerca de las diez de la noche sonaba el teléfono. Su madre entonces le ponía el auricular en la oreja para que su padre le contara cómo había cruzado los Pirineos o atravesado la Selva Negra. Eso sí que fascinaba a Leo. Y una tarde de febrero en la que Leo acababa de volver del colegio, Merino se presentó en casa. Habló con la señora Clara en el recibidor, pero sólo después de que ella cerrara la puerta del cuarto de estar donde Leo veía la televisión mientras mordisqueaba una rebanada de pan con Nocilla. Su madre y Merino se murmuraran, ella rompió a llorar. Leo sólo la oyó decir: “dichoso camión que no era ni suyo”. Cuando ya todo pasó la señora Clara, con el dinero de la indemnización tomó el traspaso del bar y ya después para Leo, no hubo más tardes de ver la tele después del colegio mordisqueando rebanadas de pan con Nocilla.

domingo, 27 de mayo de 2012

CAPÍTULO 16. LOS VECINOS IMPARES. III Un otoño alemán.

Alfredo Rudel, en su butaca hacía un buen rato que no conseguía concentrarse en su trabajo y era algo anómalo, muy anómalo en él. Desde que había dado las cuatro de la tarde, lo único en lo que ponía atención era en escuchar el ruido de la puerta de al lado. Llevaba días esperando a que Clementina llamara a su timbre y le dijera algo del nuevo material que le entregó días atrás. Su ansiedad crecía por momentos. Nadie como él sabía lo difícil que era encontrar buenos colaboradores, auténticos colaboradores. Había tenido muchos a lo largo de su carrera. Primero estuvo Celeste con su fe ciega en él. Tan abnegada en su labor, tan rubia, tan risueña y linda. Se sentaba junto a la única ventana de la única habitación de aquel piso minúsculo y triste desde el que no se veía el mar, a pesar de estar tan cerca y leía durante horas y horas en la tarde las páginas que él escribía de noche. Celeste, siempre joven. Luego llegó el desamor, la ginebra con tónica, los hoteles de cinco estrellas, los derechos de autor, las ventas, las firmas, las entrevistas en los suplementos dominicales. O, ¿todo empezó con aquel cuento? Querido Roberto: Espero que te encuentres cómodamente instalado en el viejo caserón y, sobre todo, que te sientas en él como en tu propia casa. Te recuerdo que si tienes algún problema con la calefacción o con cualquier otra cosa, no dudes en decírselo al señor José: él es el único que entiende esa vieja caldera. Yo, por mi parte, tengo que decir que he encontrado delicioso tu apartamento. Es casi como lo había imaginado. Me gusta porque está situado en una calle concurrida y, sin embargo, la vista de los tejados que disfrutaba desde el estudio era tan apacible. Cada edificio se me antojaba un hierro magnético del que me atraían los dos polos: por un lado los portales, los bares y tiendas de barrio de los que la vida sale a borbotones y por otro, los sugerentes tejados, ensartados de antenas y alcanzados sólo de refilón por algún grito doméstico o sintonía televisiva. Sin embargo, no creo que pueda permanecer en él el tiempo convenido. Créeme, las tres primeras semanas trabajé de firme en la traducción. Aprovechaba las mañanas para leer, dormir, hacer la compra, cocinar, pasear… en fin hacer todo aquello que no fuera traducir, actividad a la que me entregaba desde las dos o las tres de la tarde hasta la puesta del sol. Sólo entonces paraba, abría la ventana del estudio y observaba cómo la oscuridad caía sobre los tejados. Y sólo cuando la oscuridad de la noche se había habituado a las luces de las farolas y de las cocinas, cerraba la ventana y cenaba para después continuar con mi trabajo hasta bien entrada la madrugada. Fueron veintidós días maravillosos. Las palabras saltaban de un idioma a otro y encajaban perfectamente como las piezas de un puzzle. Un gran puzzle que no me ofrecía ninguna resistencia hasta que el vigésimo tercer día llegué a aquella maldita expresión. Consulté en todos mis diccionarios, desde el último Vox actualizado al vetusto Rafael Reyes y no había manera de dar con la palabra o expresión castellana que englobara aquellas dos palabritas que se levantaban como un muro infranqueable: “boiteux turbulent”. Fue entonces cuando caí en la debilidad. Abrí decidido mi maleta y, sin causar el menor desorden –haciendo gala de ese falso control que me caracteriza- busqué un paquete de cigarrillos, ése que llevo siempre conmigo para demostrar que sólo fumo cuando quiero, no porque lo necesite. Volví rápidamente al estudio, abrí las ventanas e infligí profundas caladas al cigarro mientras creía ver saltar a los gatos en los tejados. Pero eran gatos demasiado grandes, demasiado voluminosos, con unas extrañas protuberancias en el lomo. Cuando terminé mi cigarro, comencé a observar a aquellos animales con más atención y me di cuenta de que no se movían como gatos, sino que más bien andaban sobre dos patas, aunque con dificultades. También advertí que aquella protuberancia de su espalda no era otra cosa que un suerte de bolsa marsupial en la que transportaban no sé qué cosa. Del grupo de seis u ocho individuos, algunos se deslizaron por las chimeneas, otros se asomaron a las ventanas superiores de los edificios y uno de ellos, percatándose de mi presencia, se giró sobre sí mismo y comenzó a mirarme fijamente. No sé cuanto tiempo estuvieron sus ojos clavados sobre los míos, sólo sé que eran negros, pequeños y que tenían algo que me atraían, una suerte de perversidad. Cuando se cumplió ese tiempo indeterminado, aquel ser más parecido a un simio que a un gato, guardó algo en su bolsa marsupial y desapareció de un salto. Yo, en cuanto pude salir de la estupefacción, cerré la ventana y salí a toda velocidad por la puerta del apartamento en busca de un trago que celebrara la seductora perversidad de aquella mirada. Y desde aquel día vigésimo tercero no he dejado de salir ninguna noche a beber. En realidad debía decir ninguna tarde, pues si bien las mañanas las aprovecho para leer, dormir, hacer la compra, cocinar, pasear… en fin hacer todo aquello que no sea estar de vaso en vaso, bebiendo y departiendo con todos los que me encuentro en este círculo, actividades a las que me entrego desde las dos o las tres de la tarde hasta el amanecer. Y es por esto por lo que debo abandonar tu apartamento y esta ciudad. Pensé que dejar atrás por un tiempo mi casa y mi pueblo me beneficiarían y conseguía reforzar mi frágil voluntad, sin embargo ésta parece haber cumplido su amenaza y haberse quebrado en mil trozos o… simplemente haber sido sustraída. Por todo lo expuesto, espero que puedas comprender y disculpar que desee quebrar el compromiso que adquirí contigo y tengas a bien abandonar mi caserón lo antes posible. Por mi parte, salgo hoy mismo hacia mi pueblo y me instalaré en la pensión de la Plaza de los Cuatro Caños hasta que estés listo para volver a la ciudad. Sin otro particular, un afectuoso saludo. Aquel relato publicado en un diario y que “ponía de manifiesto la rebuscada pobreza de su autor”, según la crítica, fue el principio del final. Así que, Celeste se quedó en la ventana intentado ver el mar, aunque sólo fuera de lejos y un solo trocito emborronado con el azul del cielo. Así pensaba que habría permanecido durante todos estos años: siempre joven y siempre mirando junto a la ventana. Qué simpleza la suya. Pero ninguna como Celeste. Ninguna. ¿Dónde estará?, ¿qué estará haciendo?. Últimamente, todos los días, en algún momento, Alfredo se hacía esas preguntas. Ayer fue mientras colocaba las toallas limpias en el armario, y antesdeayer cuando se calentó un poco de café a media tarde y el día de antes, por la noche, cuando cayó rendido de sueño en su butaca. Eran cerca de las cuatro de la mañana cuando se despertó sobresaltado, la lluvia caía fuera con fuerza y empezó a sentir frío y entonces recordó a Celeste con su chaqueta de lana de grecas en blanco y azul con grandes botones de madera. Y ya no pudo dormir de nuevo hasta que los ruidos de las puertas empezaron a abrirse para cerrarse con fuerza, y luego zapatazos acelerados bajando escaleras, los autobuses por la avenida y la rutina de cada mañana que arrancaba fuera, le trajo de nuevo a su mundo irreal.

miércoles, 23 de mayo de 2012

CAPÍTULO 15. LOS VECINOS IMPARES. V La naturaleza de Clementina

Las mujeres charlaban frente al puesto de la carne del mercado con un ojo en la conversación y otro en el mostrador donde estaba expuesto el género como si estuvieran tratando de descubrir algún misterio escondido entre las distintas piezas de carne. Así las veía Clementina. Ella miraba fijamente al frente, tratando de pasa desapercibida, pero al estar ligeramente por detrás del resto del público, tenía una buena panorámica del grupo. - Leo, espera un momento, que tengo ahí lo de tu madre. Despacho a esta señora y te lo saco. - Gracias, Jesús Leo ya había visto de lejos a Clementina con su abrigo color calabaza antes de llegar al puesto de la carne y las piernas le habían empezado a temblar inmediatamente y el corazón le latía muy deprisa. Ahora que estaba quieto, esperando su paquete, era mucho pero, porque sus piernas temblaban con mucha fuerza; cualquiera podría notarlo, pensaba él. ¿Ella le habría visto?. Y ahora, ¿qué tenía que hacer?, ¿acercarse y decirle algo? A lo mejor no le había reconocido, el otro día estaba tan malita que… De repente, Clementina giró la cabeza hacia donde estaba él, esperando tembloroso y rígido. Leo notó su mirada y, como respondiendo a un acto instintivo, volteó su cabeza hacia ella y sonrió con los ojos tanto como con la boca y pensó: qué suerte haberse levantado esa mañana, qué suerte que su madre no se sintiera bien y le pidiera que fuera él a la carnicería, qué suerte estar en el mundo a apenas doscientos metros de ella. Clementina no sabía porqué le devolvió la sonrisa a aquel chico del que le sonaba la cara, ¿pero de qué le conocía? A lo mejor era un vecino del edificio, aunque… no le recordaba o… sí. Lo que sí parecía seguro es que se habían visto antes. Las mejillas de Clementina iban tomando su acostumbrado color cereza pero, sin embargo, no podía apartar la vista de los ojos negros de Leo y tampoco podía dejar de sonreírle. - Hola. - Hola. - ¿Estás mejor?. - Sí, gracias. - Me gustó mucho tu casa. - ¿Mi casa?. - Si, ¿no recuerdas?. Te ayudé a subir. - Ah. - Y… a entrar. - Ya. - Y también… a meterte en la cama. - Si. - ¿Haber? – y Leo, obediente, extendió las manos para que ella las pudiera reconocer, primero con los ojos y después deslizando una de las suyas por una de las de él. - Así que eran tuyas. - Sí. - Aquí tienes, Leo. Te lo apunto, ¿no?. - Sí, luego viene mi madre a pagarlo. - Muy bien. - Gracias. - Bueno, me tengo que ir. - Adiós. - Adiós. Y Clementina se quedó allí inmóvil, con su mejillas arreboladas y con unas ganas inmensas de llorar, ¿por qué se había ido?, ¿se habría asustado?. No era capaz de entender porqué le había acariciado la mano. Tampoco sabía porqué, de repente, se sentía tan triste y abandonada. - ¿Quién va ahora?. Cómo podía echar de menos a alguien que no conocía. - Niña, ¿no te toca a ti?. - ¿A quién atiendo? - ¡A mí! - Dime, guapa, qué te pongo. - Una chuleta de ternera blanca. - Muy bien, una chuletita de ternera blanca, así de buena. ¿Y si no le volvía a ver nunca más? Tampoco sabía cómo se llamaba ni dónde vivía. Debía de ser alguien que estaba en el bar la mañana que se puso mala. - ¿Algo más?. - Sí, también cuatro filetes de cinta de lomo, pero me los cortas muy finitos. A lo mejor venía todos los miércoles a la carnicería a esta misma hora. Las seis y catorce minutos. Clementina cerró los ojos para apuntar mentalmente: “los miércoles a las seis y catorce”. Bueno, mejor sería volver el próximo miércoles un poco más pronto, por si acaso: a las seis en punto. - ¿Así están bien?. - Sí. - ¿Algo más? - Nada más. - Muy bien, bonita. ¿No quieres llevarte unos pinchos morunos? Son de los que se lleva Leo para el bar de su madre. - Muchas gracias. - Mira te pongo uno para que lo pruebes, a éste invita la casa. - Muchas gracias. Y Clementina cogió su bolsa y salió a la calle donde el cielo comenzaba a pintar una franja naranja pegada a la línea del horizonte y echó a andar hacia casa por el camino más largo que conocía. Sonreía. Le escocían los ojos, como si hubiera estado llorando durante mucho rato.

jueves, 17 de mayo de 2012

CAPÍTULO 14. LOS VECINOS IMPARES. II Un otoño alemán.

Clementina empezaba a sentirse mejor, mucho mejor. Muchos caldos, muchos zumos y mucho descanso, era todo lo que le había recetado don José Luis por teléfono. Como ella lo había cumplido al pie de la letra, el domingo amaneció con ganas de salir a pasear. La mañana estaba fría pero lucía ese sol de otoño que, no calienta, pero sí anima. Mientras preparaba su ropa antes de meterse en la ducha, recordaba haber soñado mucho los días de atrás: el cuaderno de tapas negras tirado en medio de la acera y empapado bajo la lluvia, que ella trataba de proteger con una sombrilla de papel de esas pequeñitas que ponen en los cócteles en las películas. Y una pesadilla que se había repetido varias veces era una en la que estaba dentro de una taza gigante de té pero, a pesar de que humeaba, no podía parar de tiritar de frío. Y luego, en otro sueño, caminaba con dificultad apoyando todo el peso de su cuerpecito en otro cuerpo más grande, hasta llegar a unas escaleras muy empinadas. Y una sensación agradable de unas manos grandes y cálidas que tocaban sus brazos y sujetaban su cabeza por la nuca. Y ya no recordaba cómo seguía. Cosas de la fiebre, nada más. Clementina que estaba preparada para salir de paseo, pero por miedo a volver a recaer, volvió a la cocina y tomó un segundo zumo de naranja antes de salir de casa y también, decidió meter un pequeño paraguas en su enorme bolso color azafrán. Así, aunque de repente el sol se escondiera detrás de las nubes más negras y se pusiera a llover a cántaros, ella estaría preparada. Justo cuando salía de casa, intuyó el ruido de la cerradura de la puerta de al lado y antes de que Clementina pudiera evitar el encuentro de alguna manera, bien volviendo a entrar en casa o bien volando escaleras abajo, ya estaba frente a ella Alfredo, sonriente, con sus gafas de pasta en equilibrio sobre el caballete de su nariz. - Buenos días, señorita Clementina. - Buenos días. - Justo en este momento iba a su casa. Tengo curiosidad por que me cuente. ¿Qué?, ¿qué le pareció?. - Pues… - Bueno, igual tiene prisa. - Sólo iba a dar un paseo –respondió Clementina, incapaz de inventar un pretexto ni siquiera para disolver aquella tertulia de rellano para la que no estaba preparada. Le hubiera gustado ensayar qué decir a Alfredo, llegada la situación, pero con la fiebre… no había tenido ocasión ni energía para hacerlo; ésa era la pura verdad. - Oh, no me diga que no ha tenido tiempo de ver mi regalo. - Sí, sí que lo he visto, Lo que pasa… - No le ha gustado. - No, no. Quiero decir, sí, sí que me gustó, pero es que he estado enferma y… - Vaya, entiendo- le interrumpió Alfredo con la cabeza baja como con aire decepcionado-. En cualquier caso es sólo un boceto, ya sé que igual… debería darle otra vuelta, ¿verdad?. - Pienso que es…. que es bonito. - ¿Le pareció bonito?. - Bueno… yo no sé muy bien qué es. Quiero decir… entiendo que es un título, ¿no? - Exacto, señorita. - A mí me pareció… no sé- añadió Clementina observando de reojo el tramo de escaleras por el que le anhelaba volar hacia el portal. - No, dígame, por favor. - Bueno, es que es una tontería- y las mejillas de Clementina empezaban a tomar el tono cereza de los días de mercado. - Yo no creo que vaya a decir ninguna tontería. - Creo que… debe ser una historia que empiece en algún parque, con estrechos caminos de arena entre explanadas de césped cubierto de hojas secas, todo lleno de colores naranjas, ocres y marrones. Y árboles, muchos árboles, muy altos y muy viejos. Bueno, a lo mejor no es un parque sino… un cementerio. De repente, Alfredo se quedó muy serio, y observó a Clementina sorprendido y deslumbrado, cosa que la asustó un poco, sino fuera porque, a veces, las compañeras del almacén la miraban igual cuando les localizaba alguna referencia en los estantes que ellas antes habían revisado una y otra vez. - Señorita, ¿usted es del oficio? - ¿Cómo? - Sí, quiero decir que si usted también es escritora. - No. - Pues lo hace muy bien. Bueno, quiero decir, es evidente que no usa la misma técnica que yo, eso es una originalidad mía- sonrió Alfredo intentado demostrar cierta humildad, que no consiguió transmitir. - Es lo que se me ocurrió cuando lo leí. - Ya, entiendo. Entonces, ¿tiene algún inconveniente en apuntar en el cuaderno lo que ha dicho ahora mismo?. - Puedo hacerlo, pero ahora me tengo que ir. - Sí, sí, claro. Perdone. Que pase un bien día señorita. - Gracias. Adiós. - No, mil gracias a usted. Si no le importa, me gustaría que leyera otras obras mías, si para usted no es mucho inconveniente. - ¿Yo? - Si, claro, usted. No tiene inconveniente, ¿verdad? - Bueno. - ¿Sí? Gracias de nuevo, mil gracias. No la entretengo más. Hasta luego, señorita. Clementina por fin, voló por las escaleras hacia el portal y cuando finalmente puso el pie en la calle, sus mejillas agradecieron el fresco de la mañana de domingo. Eran algo más de las diez de la mañana y Clementina avanzaba decidida hacia el final de la calle, a la parada del bus. No tenía nada claro hacia dónde iba pero, fuera cual fuera ese sitio, estaba resuelta a llegar a él.

domingo, 13 de mayo de 2012

CAPÍTULO 13. LOS VECINOS IMPARES: IV Los colores de Leo.

- ¿Eso dijo tu madre? Al fin y al cabo tiene razón, los cacharros son sus herramientas de trabajo y merecen un respeto. - Pero no tiene que preocuparse, porque también me ha dicho que puede venir a comer o a cenar siempre que quiera. Sin pagar, claro. - Pero, ¿cocinarás tú? - Bah, yo sólo sé fregar, poner cañas, poner cafés y…poco más. - Bueno, dile a tu madre que se agradece, pero no tendré que preocuparme durante una temporadita por los cuartos: llevan tiempo interesados en adquirir un par de cuadros míos y… por fin se decidieron. La Real Academia de las Artes. - ¿Va a ver dos cuadros suyos en la Real Academia de las Artes? Pero eso suena muy importante. ¿Se pueden ir a ver?, esa academia, ¿qué es, como un museo? - Bueno, no significa nada, la academia siempre está realizando nuevas adquisiciones para su colección, nada más. - ¿Y qué cuadros les ha vendido? - Bah, dos aguamarinas que pinté hace mucho tiempo y que siempre le gustaron a mi amigo Anglada. - Cuánto me alegro, Bernardo. Además, estando allí los verá mucha gente, nunca se sabe. - Si, nunca se sabe. Vamos, Leo, a trabajar, que se te va la luz. Así que Leo, abrió su maletín y comenzó a esparcir todas sus pinturas y pinceles en el parque, en un montículo de césped sobre el que Bernardo y él quedaban todas las tardes. Desde allí no había una vista especialmente bella: una autopista y mucho cielo, eso sí. Ahora que había empezado a intuir algunos avances, con bastante esfuerzo, eso sí, había retomado con muchas ganas las clases con Bernardo. Lo que encontró Leo en el maletín era algo que nunca hubiera esperado: su madre le había metido un paquetito de papel de plata que contenía casi una docena de unas palmeritas de hojaldre que doña Clara tenía mucha afición a hacer. - Primera me regaña por sacar comida del bar y ahora… me esconde la merienda en el maletín como si fuera un niño. Se lo echaría ahora mismo a los pájaros si no fuera porque le han salido riquísimas. Pruébelas, Bernardo, le van a gustar. - No, muchas gracias. - De verdad, Bernardo, tiene que probarlas. - He comido hace apenas una hora, pero… bueno… ya que insistes. Vamos, Leo, pinta. Luego dices que cómo vas a pintar el cielo si cambia todo el rato… - Sí, es muy difícil, pero sé que se puede hacer. - Vaya, ¿ese cambio tan repentino? - Es que el otro día… - Están deliciosas, Leo. ¿Las hace tu madre? - Si, las hace ellas, casi todos los días. - ¿El otro día…? - ¿Qué? - Que qué me decías del otro día. - Nada. Pero aquel “nada” de Leo era uno de esos nadas que son un todo. Porque desde días atrás, justo desde el momento en que atravesó la puerta de la casa de Clementina y pudo contemplar aquel cielo casero y dócil que ella atesoraba en su cuarto de estar, se sentía libre, como salvado, pero también había algo que le asustaba tanto… aunque todavía no sabía bien qué era. Leo sí sospechaba que ese temor que estaba enganchado a su estómago, tenía algo que ver con el instante en que tuvo que despojar a Clementina de parte de su ropa. También se vio obligado a manipular aquel cuerpecito febril para meterlo en la cama y, mientras lo hacía, Leo soñó una vida entera junto a Clementina. Bernardo, aunque según decía acababa de comer, engulló los hojaldres de doña Clara en lo que Leo tardó en plantar varios pegotes de pintura en su paleta: azules, grises, blanco y negro; también algo de naranja, porque el sol comenzaba a desprenderse del cielo.

jueves, 10 de mayo de 2012

CAPÍTULO 12. LOS VECINOS IMPARES. I Violeta y Ámbar

Violeta cerró violentamente el libro y Ámbar, el gato negro, asustado, saltó desde la cama al suelo y se perdió pasillo adelante. Le había parecido oír el timbre de la puerta. Pero no, ahora que ponía atención, no. Tuvo que haber sido en la casa de al lado o en la de arriba o en su cabeza. Desde el día que Ámbar se escapó por la terraza y se pasó todo el día de zascandileo a pesar de la lluvia, Violeta había hecho notables progresos: sólo dormía hasta las nueve o diez de la mañana, luego simplemente se quedaba en al cama. También, empezaba a volver a hacer tres comidas al día, y eso ya era. El avance más notorio es que había puesto una lavadora el día anterior, es cierto que aún no la había tendido, pero eso sí que ya era. Sin embargo, la quietud y el silencio apenas envolvieron a Violeta unos minutos, y de nuevo aulló un timbre. Esta vez no era en otro piso, no era en su cabeza, sino que era allí, en su puerta. Trató de contener el rugido, que ahora volvía a repetirse, metiendo la cabeza debajo de la almohada, de la sábana y del edredón, aunque eso le costara tener que respirar con dificultad, pero de nuevo un tercer timbrazo y luego un cuarto y luego golpes en la puerta. Así que Violeta, corrió hacia la puerta y a través de la mirilla vislumbró un anciano, bastante alto y corpulento, que se sujetaba con dificultad en el marco de la puerta con ambas manos. -Perdone que la moleste, pero mi mujer…no se encuentra muy bien. Con esto del embarazo, anda todo el día agotada y no se puede levantar de la cama, a ver si no le importaría recoger a los niños cuando vaya a por el suyo; y así espero yo aquí al médico. Violeta no entendía nada. Siempre pensó que en la casa vecina vivía una señora mayor, sola. Tampoco sabía de qué le estaba hablando aquel anciano que se dirigía a ella con una extraña mirada, entre perdida y asustada; pero sin embargo, sus palabras sonaban con determinación, como intentando hacerse cargo de resolver con solvencia aquella situación. -Si quiere pasar a verla… Mientras el anciano intentaba explicar que a su mujer en todos los embarazos le pasaba igual, se agotaba con facilidad, agarró a Violeta del brazo con sus dos manos y la arrastró al interior de la casa de al lado. El anciano la condujo a través del salón hasta el fondo de la casa donde había un pequeño cuarto de estar y de allí a la habitación que estaba a la izquierda, pared con pared con su propia habitación. El dormitorio estaba en penumbra y en la cama estaba la señora mayor, ésa con la que Violeta había coincido alguna vez en el rellano y que siempre dio por sentado que vivía sola. Se acercó despacito a la cama y, enseguida, se dio cuenta de que aquella mujer, menuda de pelo blanco y rizado, que descansaba su cabeza hacia atrás en la almohada y tenía la boca media abierta, estaba muerta. -No sé dónde ha puesto esta mujer el teléfono del médico. Violeta, sin decir nada, obligó al anciano a sentarse en el sillón del salón, él parecía ahora más desorientado y asustado y la miraba en silencio, como intentando reconocerla. Violeta, de rodillas, se puso frente a él y durante unos segundos, allí observándole entendió que tenía que decir algo, lo que fuera, pero… ¿qué podía decir? -Rosa, mi pobre madre… me hubiese gustado despedirme de ella. Y mis hermanos sin llegar. Lo mejor es que baje a la cabina y avise al Santo Entierro, a ver qué solución nos dan, porque llevarla al pueblo, de ninguna manera, ya pueden decir mis hermanos lo que quieran, a ver qué hace ella allí solita, que no podamos ir a llevarla ni unas flores para los Santos. Violeta no sabía qué decir, sólo le cogió las manos al anciano que comenzó a llorar en silencio. -Los niños mejor que se queden con la vecina, Rosa. Le pasas los pijamas y que mañana los lleve al colegio con su chiquillo. Allí es donde mejor van a estar mientras esté aquí mi madre. -No te preocupes por nada, tú descansa aquí que yo me ocupo de todo. -Pero, Rosa, de qué vas a ocuparte tú en tu estado. Dejó al anciano sentado en el sillón y Violeta buscó por el cuarto de estar y por el pasillo hasta dar con un teléfono. Algo tendría que decir a quien fuera de lo que había pasado.

martes, 8 de mayo de 2012

¡GRACIAS, GRACIAS, GRACIAS!

A todos los que seguís las historias de LOS VECINOS IMPARES en mi cuaderno oropéndola. Si te gusta y apetece, deja un comentario en el capítulo que más te haya gustado o menos contando porqué y... recibirás una regalo, pero de verdad, de los que te entrega el cartero y hacen tanta ilusión: un capítulo de LOS VECINOS IMPARES en una edición muy especial hecha a mano. Tenéis todo el mes por delante para dejar vuestros comentarios y al finalizar mayo, me pondré en contacto con vosotros para realizar el envío.

jueves, 3 de mayo de 2012

CAPÍTULO 11. LOS VECINOS IMPARES. IV La naturaleza de Clementina

Clementina no fue consciente de que alguien manipulaba su cuerpecito. Sólo percibió unas manos grandes que primero liberaron uno de sus brazos y luego otro del peso del paño empapado. Las mangas del abrigo que chorreaban agua rozaban constantemente ambas muñecas produciendo una corriente de malestar y frío que recorrían todo su cuerpo hasta llegar a la espalda, que cada vez sentía más dolorida. Así que, cuando le liberaron de esa sensación, se esbozó una sonrisa en su boca y en sus ojillos medio cerrados. Dada su naturaleza, sólo en un estado febril como en el que se encontraba, pudo resistir algo así, el contacto físico con alguien. Afortunadamente, la señora Clara actuó con la diligencia que la caracterizó toda la vida: con paciencia y tiempo, y a pesar de las interrupciones de los clientes que reclamaban su café, su cambio, su tostada o su cuenta, consiguió que Clementina le dijera que vivía en el portal número 7 de aquella calle, que vivía en el primer piso letra b, que tenía sus llaves en el bolsillo del abrigo y que sí, que necesitaría ayuda para llegar a su casa. Así que, envolvieron su cuerpecito en una chaqueta de lana de la señora Clara y Leo, a pasito lento, recorrió junta a ella los escasos doscientos metros que separaban el establecimiento del portal de Clementina. La sujetó con destreza a lo largo de la estrecha escalera hasta llegar a la primera planta y luego, mientras abría la puerta del piso. Sólo estuvo a punto de dejarla caer, cuando accedieron desde el pequeño recibidor al salón de la casa, pero no fue por negligencia o fatiga sino por la impresión que para él, un apasionado de los colores, le produjo el descubrimiento de aquel espacio: un pequeño salón cuyas paredes lucían en tonalidades en azul que simulaban un cielo de una tarde de verano rociado de nubes blancas y esponjosas aquí y allá. El mobiliario estaba compuesto por un sofá cubierto por una colcha color naranja; delante de él, uno palets de obra pintado también en naranja y con un cristal encima hacía de mesa baja. Un poco más allá una pequeña mesa redonda y dos sillitas en color naranja, y en la pared principal un pequeño mueble con baldas y un pequeño televisor del mismo color.